La Provincia - Diario de Las Palmas

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José Francisco Henríquez

El territorio palmero

Estaba nuestra región atravesando uno de esos períodos decadentes que los historiadores llaman orgánicos, en contraste con los períodos críticos que se producen cuando se sacuden todas las fuerzas creativas que existen en la sociedad. El volcán ha decidido cambiar el paso de la historia de Canarias. Habrá un antes y un después porque no puede ser de otra manera cuando una situación nada ordinaria obliga a todos a adoptar medidas extraordinarias.

Pero en este momento irrepetible hemos de hacer cuentas de lo que somos y de lo que valemos: un colectivo vale por lo que tiene invertido en capital humano, en capital físico y en capital social.

Muchos afectados en La Palma manifestaban en público que estaban ante el apocalipsis, y pensemos que el apocalipsis es utopía y es esperanza, pero es también resignación actual. Y no cabe la resignación. La historia tiene un sentido, una dirección de marcha, una lógica interna, pero a veces se producen volantazos y se interviene en el futuro. El futuro no se calcula, en el futuro anida la esperanza porque la historia no se proyecta dentro sino fuera de ella misma, de esa historia. Ya nos ha confortado la solidaridad, ahora es el tiempo de la política. Asumiendo que una parte de la herida la cura la solidaridad, ahora hemos de calcular como se va a conducir la representación pública de esos ciudadanos solidarios.

No se puede hablar de política sin hablar de la moral que reglamenta los comportamientos dentro de la sociedad y que se manifiesta en sus primeros impulsos internos mediante los sentimientos y las ideas. La obligación moral no debe estar ni en el Estado ni en la economía sino en el sentido común de las emociones corrientes y de la vida cotidiana.

Y es que el volcán rompió infraestructuras, carreteras, canales y tuberías, que solo necesitan de la técnica y del presupuesto para recomponer la situación. Pero ha roto el vínculo que unía a los perdedores con su tierra, con sus viviendas, con sus cultivos y con su historia. Ha roto el alma de muchos palmeros. Y eso exige más que ciencia y dinero.

La ordenación del territorio es tarea pública que tiene por objeto establecer el marco de referencia espacial necesario para las distintas actividades humanas, regula donde se asienta la población, que actividades son compatibles en cada lugar del territorio protegiendo los sitios con valores que hemos de preservar para asegurar el futuro de otras generaciones.

El libro blanco inglés Land, que sirvió de anticipo en el Reino Unido para lo que posteriormente sería la Land Community Act de 1975, encontró una de las mejores justificaciones del por qué necesitamos el urbanismo como instrumento global e integrador para definir la relación del hombre con el medio en el que se desenvuelve, cuando exponía que:

«De todos los recursos materiales de que se puede disponerse en estas islas, el suelo es el único que no puede incrementarse. Y luego también se dice” respecto a la planificación se ha dicho acertadamente que consiste en asegurar un equilibrio apropiado entre todas las demandas de suelo, de tal manera que el suelo se utilice en interés de todo el pueblo».

Nunca imaginamos que parte del territorio de la isla desaparecería sustituido por ríos de lava y fuego. Ahora resulta tarea de primer orden planificar la nueva configuración del territorio, asegurando un equilibrio apropiado entre todas las demandas y utilizando el suelo en interés de todo el pueblo. Nuestros palmeros, hoy, son esa generación futura a la que sus padres dejaron en herencia esa isla preservada y bonita.

A algunos no se nos escapa que resultaría un total desatino acometer la tarea de planificar la nueva situación mediante los instrumentos de ordenación territorial ordinarios. Una situación tan excepcional como la acontecida reclama una acción y reacción sólo al alcance de una nueva Ley. Ley que, por cierto, corresponderá liderar a este Gobierno de Canarias. Se exige el uso del poder como respuesta a una realidad de hecho insólita y que debe valorar con equilibrio el interés del pueblo palmero. Equilibrio que, por cierto, demanda de modo inescrutable atender no solo las querencias de índole patrimonial, sino también reparaciones en el sentimiento de pertenencia.

Llegados a este punto, las alternativas pasan o por compartir el territorio disponible entre todos o por monetarizar las pérdidas. Creo que la solución es la primera y para ello barrunto que se ha de hacer un paréntesis en la cultura del territorio de Canarias. La ley del suelo de Canarias en su preámbulo manifiesta que «es justo reconocer que las normas ambientales, territoriales y urbanísticas han contribuido de manera decisiva a la protección y a la ordenación del suelo, del territorio y del paisaje de las islas, como normas de choque que cumplieron con eficacia los objetivos de preservación y de contención del crecimiento urbanístico, contribuyendo a conformar una conciencia de protección ambiental con amplia aceptación social».

Ahora una nueva Ley también de choque, debe dimensionar el tamaño de nuestra osadía que es el tamaño de nuestra esperanza. Con el cuerpo legal actual será imposible dar una respuesta a esa suerte de apocalipsis que se instaló en La Palma. Supongo que el parlamento canario conoce esto.

De otra forma alguien tendrá que decirles a muchos palmeros que no pueden arreglar su problema porque lo prohíbe la Ley. Ánimo a los parlamentarios, y que actúen de forma responsable, pero sin prejuicios.

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