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Martín Caicoya

El cáncer del intestino grueso

La economía circular está en la naturaleza. Responde al principio de conservación de la energía. Se complementa con la tendencia al caos, a la entropía, contra la que lucha la vida para serlo. En ese dejar de ser, da vida. Porque el organismo muerto es un tesoro de energía. Ahora su cuerpo, ese árbol muerto que pronto será un tronco caído, lo descubren otros seres vivos, aves, insectos, hongos, líquenes que aprovecharán la energía allí acumulada. Antes, como cualquier ser vivo y como ahora hacen de sus restos, la había extraído del medio, produciendo muerte y destrucción para vivir. Y residuos. El más querido el oxígeno, un mineral tóxico para la vida. Así lo fue, millones de años, hasta que unas bacterias supieron usarlo. De ellas dependemos, a ellas les debemos esta forma, la más extendida, de vida: la aerobia. Las plantas, que como las primitivas bacterias anaerobias, se nutren con el CO2, por las noches, ausente la luz del sol que activa la clorofila, necesitan oxígeno para vivir. De ahí la reserva a dormir en habitaciones con plantas. Consumen muy poco.

Más complicado fue metabolizar los alimentos. Si en la naturaleza hubiera glucosa, ácidos grasos, proteínas, minerales y vitaminas en su forma pura, no necesitaríamos aparato digestivo. Pero están en forma de plantas y animales. Tenemos que digerirlos y expulsar lo que no interesa: las heces. Van cargadas de las múltiples bacterias que habían colaborado a romper las estructuras de los alimentos. Hacer heces es el papel fundamental del intestino grueso. Un tubo elástico recubierto por una capa de células en continua reproducción. Por eso, y posiblemente por el contacto con tantas substancias, es uno de los órganos del cuerpo donde con más facilidad se producen mutaciones, algunas cancerígenas.

Hace ya muchos años, cuando finalicé un curso en la Universidad de John Hopkins, vino a dar la lección de clausura un cirujano inglés, ya retirado, que da nombre a una enfermedad: Linfoma de Burkitt. Lo había descubierto mientras hacía una estancia en Uganda para cooperar y hacer manos. Pero no nos vino a hablar de eso. Viajaba con un propósito: cambiar la dieta para evitar el cáncer colorectal. Había desarrollado una teoría que se apoyaba en la observación. Allí, en Uganda, apenas había ese cáncer mientras en Reino Unido era cada vez era más frecuente. El veía lo ugandeses dejar por doquier magnifica deposiciones envidia de los estreñidos británicos. Ahí estaba la clave: las heces se cocían en el intestino produciendo mutágenos que agredirían a las células intestinales produciendo cáncer.

Recuerdo cómo Brukitt con entusiasmo nos invitaba a que preguntáramos a nuestros pacientes por la forma, cantidad y color de las heces: si flotan es que tienen mucho almidón y eso es buena señal, nos decía mientras mostraba dibujos hechos por su hija. Era un defensor de la dieta rica en fibra que acelerarían el tránsito intestinal e impedirían ese prolongado contacto con la mucosa que resulta del estreñimiento. Entraban en juego los ácidos biliares. Su producción se incrementa cuando se come mucha grasa pues su papel es ayudar a su digestión. Los fabrica el hígado, se depositan en la vesícula que los expulsa al intestino cuando los reclama para digerir la grasa de la dieta. No hay pruebas suficientes como para clasificarlos como mutágenos pero sí como promotores cuyo papel es desarrollar el potencial mortal de la célula mutada.

Tanto esas teorías como el imparable ascenso del cáncer de intestino grueso, motivaron mucha investigación. Hasta la fecha se ha podido demostrar, con cierta solvencia, que el ejercicio disminuye la incidencia de este cáncer quizá porque disminuye la resistencia a la insulina, o la grasa corporal o quizá facilitando el tránsito intestinal aunque no se ha podido demostrar que el estreñimiento afecte al cáncer colorectal. Sin embargo, dándole la razón a Burkitt la fibra de los alimentos protege, modestamente, lo mismo que y los cereales integrales. Quizá equilibrando la flora intestinal, y también la disminución de la resistencia a la insulina. O mediante la producción de sustancias anticancerígenas derivadas de la cápsula de los cereales.

La carne procesada, como los embutidos, está claramente asociada al cáncer colorectal, si bien el incremento es modesto. En cuanto a las carnes rojas, hay pistas de que puede aumentar el riesgo marginalmente. La teoría es que calentar a grandes temperaturas produce ciertas sustancias que en el laboratorio son cancerígenas. También los conservantes basados en nitritos. Lo que no hay duda es de que el alcohol, incluso en cantidades pequeñas, se asocia a más cáncer. Tomar 30 gramos de media al día, que vienen a ser algo más de dos vasos de vino, incrementa el riesgo el 20%. También el tabaco aumenta el riesgo.

Lo cierto es que el conjunto de factores de riesgo explica solo una pequeña proporción de su ocurrencia. Pero evitarlos es una estrategia de salud que tiene beneficios en muchas otras enfermedades. Por puede ser muy beneficioso seguir estos consejos.

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