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Gerardo Pérez Sánchez

Nombramientos, separación de poderes e independencia

Nombramientos, separación de poderes e independencia La Provincia

Hace escasas semanas se dio a conocer el acuerdo entre PP y PSOE para el nombramiento de algunos puestos en órganos relevantes, entre ellos el Defensor del Pueblo, el Tribunal Constitucional o el Tribunal de Cuentas, quedando pendientes los referidos al Consejo General del Poder Judicial. Cada vez que se pone de manifiesto este asunto, se evidencia la complicada y tensa relación entre los órganos políticos y los órganos encargados de controlarlos y fiscalizarlos. Optar por que sean los Parlamentos y los Gobiernos los que nombren a los miembros de las citadas instituciones genera controversias entre quienes nombran y quienes son nombrados, a causa de la necesaria independencia que debe existir entre ambos. Desde el punto de vista teórico, se trata de una paradoja macabra. Como en una espiral infinita, cabe perderse en ese contradictorio galimatías que supone la elección discrecional y política con la imagen de la función técnica, jurídica, autónoma, neutral y objetiva que, se presupone, van a realizar los investidos.

En primer lugar, procede aclarar que no es un problema exclusivo de España. En cualquier Estado constitucional se generan dudas y suspicacias en este terreno. Los miembros del Tribunal Supremo de los Estados Unidos o de los Tribunales Constitucionales europeos surgen tras una decisión política, con independencia de los filtros, trámites o controles que se instauren, por lo que resulta muy común que los medios de comunicación hablen de magistrados conservadores o progresistas en función de quién les propuso o de las mayorías que propiciaron sus relevantes puestos.

En nuestro país, sin embargo, se agrava y hasta enquista el problema ya que, al recelo y la desconfianza que provoca el origen político de las designaciones, se añaden elementos que, lejos de desmentirlos, confirman el vínculo y la relación de los magistrados, no ya con una concreta orientación ideológica, sino con el propio partido que impulsa su ascenso. Personas que han sido militantes, han ocupado cargos políticos o mantienen una conexión clara con las siglas que les proponen, son los elegidos finalmente, extendiendo sin remisión la sombra de la sospecha.

El conflicto trasciende al Tribunal Constitucional o al Consejo General del Poder Judicial. De hecho, la actual Fiscal General del Estado fue en su momento la titular del Ministerio de Justicia y el Tribunal Supremo no llegó siquiera a pronunciarse sobre la idoneidad y legalidad de su nombramiento, al considerar que quien lo recurrió carecía de legitimidad para hacerlo. Es decir, por una cuestión procesal no se entró en el fondo del tema debatido. No hay duda, pues, de que las formas y las acciones de los políticos encargados de elegir acrecientan las suspicacias sobre unas instituciones y unos órganos que constituyen los cimientos mismos de nuestro Estado democrático y que soportan con cada nuevo nombramiento una grieta más. En ese sentido, su irresponsabilidad resulta incuestionable.

Especial gravedad reviste el modo en que los «aparatos» de los partidos se imponen sobre los órganos constitucionales, no hallándose diferencia entre Congreso de los Diputados, Senado y Gobierno. La decisión tomada por una formación desde su sede central obliga por igual a sus diputados, senadores y ministros, que no la cuestionan, limitándose a acatar la estrategia ideada en los despachos del partido. Dicho de otra manera, se diversifican formalmente los nombramientos entre Congreso, Senado y Gobierno, pero realmente los diputados, senadores y ministros no participan en esa elección, tomada al margen de ellos y asumida después sin rechistar, pese a que disponen del mandato constitucional para votar a tales cargos.

En España no comparecen ante las Cámaras los candidatos para formar parte del Tribunal Constitucional con el fin de someterse a un control de su idoneidad. En el año 2005, una de las figuras sugeridas por el Presidente Bush decidió renunciar a su opción al cargo ante algunas valoraciones críticas que partían incluso de los propios congresistas republicanos. En nuestro país ese escenario es imposible, habida cuenta que todos nuestros parlamentarios han renunciado a ejercer sus funciones a través de un criterio propio e independiente. Su intervención se reduce a obedecer las órdenes expresadas desde la correspondiente sede de su formación política. No existe ningún procedimiento público y transparente de valoración de méritos. Los partidos mayoritarios deciden en reuniones secretas los nombres y apellidos que se reflejarán directamente en el Boletín Oficial del Estado, sin filtro alguno.

Ante esta tesitura, urge sin duda repensar nuestro modelo y cambiar el mecanismo de designación de unos puestos llamados a afianzar y consolidar el Estado de Derecho. De lo contrario, el progresivo debilitamiento de nuestro sistema se tornará imparable y nos conducirá más pronto que tarde a una realidad grotesca. Volviendo a las paradojas, los partidos políticos son, al mismo tiempo, la enfermedad y la cura. Sin ellos no puede existir una democracia, pero con sus prácticas la enferman. Así que, o reflexionan y actúan, o esa enfermedad se volverá crónica.

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