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Jorge Fauró

Reflexión

Jorge Fauró

El derecho a marcharse

Algunos de ustedes habrán leído el soberbio reportaje en cinco entregas que el periodista José Miguel L. Romero, de Diario de Ibiza, periódico de Prensa Ibérica, del mismo grupo editorial que este diario, que también lo difundió, publicó días atrás acerca del proceso de eutanasia llevado a cabo por una ciudadana alemana con residencia en la isla. Doerte Lebender, de 59 años, padecía esclerosis múltiple y vivía amarrada a una silla de ruedas y a la cama articulada donde por las noches, las pocas que conseguía conciliar el sueño profundo, la fase inconsciente le llevaba a disfrutar de un deporte, el tenis, que jamás practicó. Inmóvil en las horas de vigilia, apretar los mandos del televisor le costaba un mundo, se veía incapaz de sostener un libro y empleaba una hora en activar, a veces ni siquiera lo conseguía, el dispositivo de aviso que le conectaba con Cruz Roja en caso de emergencia. Víctima de caídas, golpes y de una rutina diaria que le impedía valerse por sí misma, la Policía Nacional llegó a acudir un día hasta en diez ocasiones a las llamadas de socorro de Doerte, hasta que su mejor amigo, el hombre que la acompañó hasta el final, decidió hacerse cargo de su atención.

En el contexto de un debate crispado entre nuestra clase política, tan inclinada al alboroto en asuntos en que esa crispación brilla por su ausencia en la sociedad, la muerte por eutanasia de la mujer alemana que residía en Ibiza, como otros casos que han saltado a las páginas de actualidad en España, evidencia lo oportuno de regular este derecho. Hay formas de vida que resultan mucho más trágicas que el propio acto de morir.

La eutanasia es, probablemente, el último derecho que nos queda por ejercer en una sociedad en la que cada vez es más difícil cumplir algo tan básico como eso: que se nos permita obtener lo que legalmente nos corresponde. La Constitución consagra unos cuantos de estos preceptos y, a la vista de los datos, una parte nada desdeñable de la ciudadanía vive en primera persona que tales garantías incumplen el reparto equitativo poblacional, reservando para unos pocos privilegiados lo que a otros se les niega. Y enumero algunos: la igualdad ante la ley, el derecho a la intimidad, el secreto de las comunicaciones, la libertad de expresión, el derecho al trabajo o el derecho a una vivienda digna. Déjennos, al menos, morir en paz, acompañados de los seres queridos, con el beneplácito de los profesionales de la medicina y de acuerdo a un marco legal.

La eutanasia no es un suicidio; es, precisamente, abandonar la muerte en vida. No es un capricho. Quienes tratan de poner fin a su sufrimiento de forma justificada por esta vía legislativa deciden poner fin a sus vidas porque permanecer en este mundo es un suplicio y no queda otra salida que poner fin al calvario, sobre todo, en enfermedades en que lo último que pierde el ser humano es su capacidad cognitiva, aquella en que nuestro cerebro permanece inalterable y consciente mientras comprueba aterrorizado cómo dejan de responder el resto de órganos.

España ha sido el séptimo país del mundo en legalizar la eutanasia, después de Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo, Canadá, Colombia y Nueva Zelanda. Por este orden, cánceres incurables (entre el 64 y el 67% de los casos), enfermedades respiratorias, neurológicas y cardiovasculares han precedido a la decisión de quienes han decidido someterse a una muerte voluntaria y digna. La palabra es dignidad.

En los primeros cien días de su entrada en vigor en España (la ley fue aprobada en el Congreso en marzo y entró en vigor en junio), se han conocido los casos de una quincena de personas que cumplían los requisitos para abandonar un sufrimiento que les era insoportable. «Me gusta vivir -argüía Doerte Lebender días antes de morir en su casa de Ibiza-, pero ya no aguanto mi cuerpo». La eutanasia se ha topado con el rechazo frontal de quienes, como en el caso del aborto, del divorcio en su día o del matrimonio homosexual, no se hallan en tales circunstancias ni sufren la angustia vital de personas como Doerte. En la mayoría de ocasiones, se trata de lobbies de impronta religiosa que se permiten calibrar y juzgar un sufrimiento del que sus miembros carecen. Ha querido la casualidad que la última persona en ejercer ese derecho fuera una alemana cuyo nombre, Doerte, procede etimológicamente de lo que podríamos traducir como regalo de Dios. Lebender, su apellido, significa la que vive. Si me permiten la metáfora, ahora vive en paz.

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