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Punto de vista

Cartago y los 30 años de la caída de la URSS

En estos días tan preñados de buenos deseos a pesar de la pandemia, salta por casualidad en las redes un artículo sobre el final, hace ahora 30 años, de la extinta Unión Soviética. Como un recordatorio de otras utopías/distopías, la historia viene a recordarnos que las ilusiones colectivas son poderosas, y que los seres humanos tendemos a crear realidades que son sueños para unos y pesadillas para otros. Durante décadas presenciamos desde la distancia la construcción de esa potencia, pasando desde el horror a la admiración, y viceversa, según el cristal que filtrara los distintos capítulos. La revolución quiso acabar con todo lo podrido del viejo régimen, y barrió sin conmiseración los vestigios de la decadencia zarista para construir un hombre nuevo, el homo sovieticus, del cual nos habla sabiamente en sus escritos el historiador Orlando Figes. Qué expresión tan bien acuñada, qué sonora y descriptiva ya de por sí. Si bien el gigante rojo se erigió sobre una espiral de muertes y violencia, lo cierto es que no logró destruir la hondura del alma rusa, ni siquiera cuando persiguió a intelectuales como Esenin, campesino de corazón donde los hubiera, a Ajmátova o Pasternak, entre tantos otros. Puede que hablar de emociones fuera considerado algo burgués al principio del régimen, pero la verdad es que no ha habido otro pueblo que amara a sus poetas como el pueblo ruso. O como el soviético, ya puestos. Los sistemas políticos no siempre definen del todo a los individuos a los que gobierna, aunque los acote y los condicione de mil maneras. Es más, muchas veces los pueblos trascienden sus circunstancias externas, para manifestar irremisiblemente lo más bello que esconden en su interior.

Qué decir de la encantadora intelligentsia soviética, ese colectivo de académicos, artistas y científicos que hicieron brotar lo mejor de aquella sociedad, a pesar de todos los impedimentos y penurias sufridos. Ser testigo de sus cuitas en aquellos años fue como presenciar «el amor en los tiempos del cólera, mi hermano», como dice una famosa canción del grupo puertorriqueño Calle 13. Es decir esto y ver un paralelismo con nuestra situación actual.

En la época soviética ciertamente se podía asistir a la ópera por un rublo, la universidad y la calefacción eran gratuitas, las vacaciones pagadas y las casas entregadas por el estado. No había anuncios en la tele y todo estaba teñido por un sempiterno color gris. Había una cierta ingenuidad en el ambiente, eso sí. El heroísmo era sembrado en las mentes desde una infancia donde los niños, ataviados con sus uniformes de «pioneros», se entrenaban para entregar su futuro a la patria, o en este caso a la matria, que es lo que significa la palabra rusa rodina. Muchos sufrieron la represión, o la delación por parte de su círculo más cercano. El colectivo frente al individuo, otra cuestión de plena actualidad. ¿Es más importante el bien común, o es el bien individual sumado exponencialmente el que hace común el mayor de los bienes?

Hoy en día, los rusos se debaten entre la nostalgia perdida del poderío comunista y el sistema capitalista actual. Volvió la religión ortodoxa a la vida rusa, se restauraron edificios del pasado imperial, se recuperaron hasta recetas de la época zarista, se perdieron y ganaron territorios, se digitalizó el saber, se formaron colonias de hiperbólicos nuevos ricos en otros países, y tantas cosas más. El alma rusa más pura se encuentra aún en los pueblecitos de Siberia, en los mayores que guardan el saber, en los jóvenes que luchan por manifestar su libertad interior y su identidad, en los artistas, en los niños que visitan los innumerables museos que salpican sus ciudades, en los periodistas que se esfuerzan por contar la verdad… Es imperecedera y espiritual, por encima de cualquier sistema. Lo permea todo, por encima del «brilli-brilli» oriental del lujo desaforado y del desengaño de una historia cargada de claroscuros. Somos una especie capaz de crear sueños y materializarlos, y a veces la nacionalidad no es más que el territorio sobre el que se debate su idoneidad, la piel de toro de Cartago, un espejo en el que todos los demás hombres y mujeres nos vemos reflejados.

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