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entender + CON LA HISTORIA

Xavier Carmaniu Mainadé

Una calva, un voto

La base de la democracia se resume en la frase «una persona, un voto»; pero en Corea del Sur han ido más allá. En la actual campaña para la presidencia del país lo que les preocupa es si el votante tiene pelo o no.

Rara vez las campañas electorales domésticas de países lejanos llegan a nuestra prensa, excepto cuando es el día de las votaciones o cuando se hace público quién las ha ganado. Cuanto más lejos está el país, menos suele hablarse de él. Pues estos días, la campaña electoral para la presidencia de Corea del Sur ha logrado hacerse un hueco en las páginas de actualidad. El pasado viernes, el corresponsal en Asia, Adrián Foncillas, nos explicaba que el candidato del Partido Democrático, y máximo aspirante a proclamarse vencedor de los comicios que se celebrarán en marzo, Lee Jae-myung, ha prometido que, si resulta elegido, la alopecia será tratada por la sanidad pública. Los adversarios se han apresurado a tildarle de populista, mientras que los diez millones de personas con problemas capilares que hay en el país han empezado a prestarle atención.

En su crónica, Foncillas explica que los hombres coreanos están muy pendientes de su aspecto físico y quienes pierden cabello se gastan fortunas en tratamientos. Nada nuevo bajo la capa del sol. Pocas preocupaciones hay tan masculinas como evitar que la población capilar se emancipe unilateralmente del cráneo.

Tradicionalmente la calva ha sido sinónimo de pérdida de juventud. De hacerse viejo, vaya. Y eso no lo quieren ni las momias. Al menos, si hacemos caso al hallazgo realizado por los arqueólogos en Egipto. A los pies de un sarcófago localizaron el llamado Papiro de Eber, donde se recogen una lista de remedios para enfermedades que el difunto podía sufrir en el más allá. Y sí, una de ellas era la alopecia. Por si alguien quiere probarlo, según ellos, para evitar la caída había que preparar un potingue a base de mezclar higos, incienso, grasa de ganso y cerveza dulce, entre otros ingredientes.

Los romanos también tenían sus propios remedios. Uno de los más populares recomendaba friegas con aceite de trementina e hinojo. Al menos, esta opción tenía que oler mejor que el ungüento que se aplicaba Plinio el Viejo, que aconsejaba untarse con cebolla y miel o vinagre. Mientras tanto, en las tierras persas, a los calvos se les sugería seguir estrategias que sirvieran para reactivar el riego sanguíneo de la zona afectada. Aquí, el interesado podía escoger o bien someterse a un tratamiento con ventosas –un sistema todavía utilizado en ciertas terapias tradicionales– o bien pedir colaboración a las sanguijuelas. La imagen tenía que ser bonita de ver: un par o tres de esos bichos merodeando por la calvorota del sufrido paciente. Está claro que era mejor eso que utilizar el bisturí para hacer incisiones, solución que también se practicó en Europa durante la Edad Media. En cambio, cuando llegó el Renacimiento, se prefirió confiar en alternativas líquidas a base de hierbas medicinales.

A partir del siglo XVIII, para remediar un problema que preocupa mucho a los afectados, empezaron a aparecer propuestas que parecen sacadas del laboratorio de aquel personaje de cómic llamado profesor Bacterio, secundario de los delirantes tebeos de Mortadelo y Filemón del legendario Ibáñez. Uno de los más asquerosos era un ungüento hecho a partir de las deposiciones de paloma (no cabe duda de que, si funcionara, seguro que la plaza de Santa Ana todavía estaría más concurrida de visitantes y los ejemplares de la familia de los columbiformes que la habitan lucirían bastante más hermosos).

En el siglo XIX, con el desarrollo de la industria química, aparecieron los primeros intentos serios de hacer frente a este quebradero de cabeza. Algunos quizá servían para evitar la caída del pelo, pero las consecuencias para el resto del cuerpo no sé yo si eran demasiado buenas; como en el caso de la pomada de mercurio, que se puso de moda en el Reino Unido.

Ninguno de estos métodos, ni los que vendrían después, tuvo éxito. Solo a principios del siglo XXI, gracias a la mejora de la investigación científica en este campo y al desarrollo de medicamentos eficientes para prevenir la pérdida del cabello, se ha empezado a remediar. Y en caso de no funcionar, existe la opción de viajar a Turquía. Quién sabe si pronto también se podrá ir a Corea del Sur, gentileza del futuro presidente Lee Jae-myung. Siempre y cuando los diez millones de calvos del país le votan en masa.

alopecia

La enfermedad de los zorros

Parece que el término alopecia se lo inventó Hipócrates en 400 a.C. En griego significa zorro. Este animal tiene tendencia a perder el pelo con facilidad, por culpa de la sarna. Por eso, a la hora de describir el problema capilar en su libro Sobre las enfermedades, el médico más famoso de la Grecia clásica se refirió a él como la enfermedad de los zorros.

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