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José Luis Villacañas

Guerra y autoconocimiento

La filosofía no ha sido pacifista. Desde el viejo Heráclito allá por el siglo VI antes de Cristo, hasta Nietzsche y Heidegger, se ha celebrado el polemós, el conflicto y la guerra como el padre de todas las cosas. Ni siquiera el cosmopolita Kant dejó de celebrar la guerra como el motor que superaba el despotismo. Ortega la vio como esa demostración de vitalidad que podía fundar nuevo derecho. En fin, el misántropo Schopenhauer entendió el mundo como una lucha eterna de las ideas por encontrar materia, espacio, extensión.

Pero fue Hegel el más sutil de todos los filósofos que alabaron la guerra. Su forma de entenderla residió en hacer de ella la fuente de autoconocimiento. Se sabe quién es uno cuando se emprende un combate a muerte. Entonces se conoce si lo que más se ama es la vida o la libertad. Si lo primero, se rendirá para preservar la vida, pero devendrá esclavo. Si lo segundo, luchará hasta morir porque una vida sin libertad no es aceptable.

La brutalidad de la guerra está en las entrañas de nuestra cultura y frente a ella se alzó siempre la opción del comercio como la forma pacífica de entender las relaciones humanas. Con el tiempo, la guerra se enquistó en el Estado mientras el comercio dominó las energías de los individuos. Estado como monopolio de la violencia y capitalismo hicieron juntos un largo camino, ayudándose, protegiendo los negocios con la fuerza. Cuando se puso en marcha el neoliberalismo -¿se acuerda alguien de que una vez existió?- se quería extender la idea de que la única racionalidad era la económica y que el homo economicus tenía que someter todas las demás esferas de la vida a la rentabilidad.

Esa idea era grotesca, pero sirvió para separar al Estado y a la democracia de la economía. Se fingió que cuando se hacían negocios con Putin en el fondo se era racional. Ha bastado mirar un poco más al medio plazo para devolvernos a las viejas evidencias de que la economía no es la ratio última y absoluta del mundo, sino una más de sus plurales manifestaciones. Lo racional se dice de muchas maneras y el mundo puede ir a la catástrofe si no tiene en cuenta la razón económica, cierto, pero puede llegar al mismo apocalipsis e incluso más rápido si no atiende a otro tipo de razones, de naturaleza familiar, política, cultural, social, geoestratégica y científica.

Que a la pandemia y a la emergencia climática se sume esta guerra nos trae la enseñanza de la multitud de peligros diferentes que acechan la improbable existencia de las sociedades. Hay muchas esferas humanas de acción y cada una tiene su razón. Por eso necesitamos de la política, que es el arte de equilibrarlas, compensarlas, organizarlas y atenderlas de forma simultánea y pareja. Voltaire admiraba a Inglaterra porque allí se podía ir al cielo por muchos caminos. Ya es hora de ver que también son muchos los caminos para ir a la catástrofe. Uno de ellos es la reducción de toda vida social a economía.

Si la política es el arte de equilibrar las diferentes razones, la guerra es el control de la debilidad de una sociedad, la radiografía de sus desequilibrios. No ha sido una sorpresa que España salga mal parada en esa radiografía. Somos un país de profundos desequilibrios y cuanto antes lo sepamos, antes nos esforzaremos por ponerle remedio. Y así, esta guerra no solo ha mostrado que no estamos en el núcleo duro de las decisiones, sino que tenemos una carencia de cohesión social que deja en situación de emergencia vital a la mitad de su aparato productivo cuando le llega una prueba de estrés. Que el gobierno no tenga sensibilidad para ello demuestra que, como todos los poderes públicos de la historia de España, necesita compensar con insensibilidad su debilidad y con arrogancia sus momentos de impotencia.

La huelga de transportistas muestra los pies de barro de nuestro capitalismo, volcado en las grandes empresas paraestatales, pero incapaz de planificar el sistema productivo y de distribución. Aplicar una descarnada ratio económica puede dar al traste con todo nuestro precario equilibrio. Pero la guerra no solo ha dejado en evidencia esta debilidad. Ha evidenciado la incapacidad de los repetidos gobiernos del reino de España de generar una diplomacia solvente que haga creíble nuestra posición internacional. Por supuesto que eso también es consecuencia de una opinión pública dividida hasta el fondo de su alma, que se muestra incapaz de reunir el argumento de su frágil identidad nacional con el complemento necesario de una posición internacional coherente.

Una y otra están sometidas a una visceralidad que ningún poder público ha pretendido nunca cambiar por temor a las reacciones violentas. Así no estamos en condiciones de reconocer lo evidente, nuestra debilidad. Ha bastado la situación de guerra para que no podamos resistir la presión de Estados Unidos en relación con nuestras relaciones con Marruecos. Pero esa es nuestra posición real: que Estados Unidos prefiere defender los intereses del monarca marroquí a los de un socio en la OTAN con el que en el fondo no se cuenta desde que Zapatero retiró unilateralmente nuestros soldados de Irak.

Que esta verdad no pueda ser comunicada al público por el Gobierno es el testimonio más preciso de que no queremos saber dónde estamos y qué significamos. Autoconocernos es siempre una empresa de riesgo.

Pero desconocernos es ya la catástrofe.

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