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Martín Caicoya

Conócete a ti mismo

Conócete a ti mismo, un viejo aforismo griego que se cree ya estaba en el templo de Apolo en Delfos en el siglo V A.C. y probablemente, con ese u otro enunciado, en muchas otras culturas. Es, en mi opinión, una demostración palmaria del laberinto de la identidad. Nos dice que hay un yo que es el que «conoce» y un «ti mismo» que es al que hay que conocer, que naturalmente, alberga ese yo cognoscente.

Si a quien tengo que conocer es a mí, que soy yo, entonces se entiende que el yo es una entidad compuesta, donde se entremezclan estratos y partes. Una entidad fluida, en permanente cambio, como todo lo vivo. Una entidad quizá aún más fluida porque ahí reside la flexibilidad y extraordinaria capacidad de adaptación del ser humano.

Por tanto, ese mí mismo es una encarnación circunstancial, una emanación momentánea de ese conjunto heteróclito y no pocas veces contradictorio que conforma el yo. En resumen, somos uno y múltiple, únicos y semejantes; el yo es plural como dice Octavio Paz.

Pensaba en esto cuando leía una entrevista a Werner Herzog acerca de su último libro «el conocimiento de mí mismo es limitado; aún trato de evitar la introspección psicológica».

Esa pluralidad del yo quizá sea exclusiva de los humanos, una consecuencia de la mente. Con ella somos capaces de ponernos en la piel de los otros. Se especula con que otros animales tienen mente, definida así, pero eso no importa ahora. No estoy seguro de que esa sea esa la facultad que nos hace solidarios y altruistas.

Creo que eso radica en emociones como compasión, condolencia, conmiseración y en el sentido de justicia. De todas maneras, poder imaginar la vida de los otros, vivirla interiormente, refuerza eso lazos tan importantes para el desarrollo de sociedades funcionales. La mente permite vivir la vida de los otros y también de los de ficción.

Uno siente, se emociona cuando lee una novela y el personaje se asienta, habita en el lector. Lo mismo que cuando en el cine vive en su interior el drama o la alegría de los protagonistas.

Lo dicen los novelistas: los caracteres del libro apenas esbozados, cobran su propia vida, le conducen. El escritor se convierte en un mero amanuense. Inventamos personajes de ficción lo mismo que inventamos, o aparecen en nuestra conciencia, otros yo. Yo es otro, como dice Rimbaud.

Esa multiplicidad del ser, esa convivencia en uno mismo de varias personas, con diferentes sensibilidades, tendencias, inclinaciones, gustos, maneras de estar, de sufrir y disfrutar, creo que es una consecuencia de la mente y no estoy seguro de qué ventajas evolutivas tiene, si las hubiere. Lo que sí estoy seguro es de que el ser humano pronto se dio cuenta de esa convivencia de diferentes yo en él mismo. Algunos inaceptables para él o para la sociedad.

Para dar rienda suelta a esos yo ocultos o de difícil expresión se hacen las fiestas dionisíacas y por unas horas se permite la subversión del orden, el imperio del caos y de la trasgresión. Todo deja de ser lo que es para convertirse en lo que puede ser. Por unas horas se abandona el yo público para encarnarse en otro sexo, o género, en un animal o en un personaje mítico.

Todo dentro de un orden que no ponga en peligro la seguridad ciudadana aunque se traspasen los límites y acuerdos de convivencia: lo prohibido está permitido. Una experiencia que es a la vez catártica y fortalecedora del orden. Tras haber vivido unas horas de caos y desorientación uno quiere volver a la vida ordenada, metódica y predecible.

En esa multiplicidad del yo, en esa multitud que nos habita, que decía Walt Whitman, puede residir la enfermedad, como cuando uno se siente otro y pierde contacto o deja de ser el yo dominante o se siente habitado, colonizado, por otro. Como puede ocurrir en la esquizofrenia. O en lo que se denominaba estar endemoniado o embrujado.

Con más frecuencia ocurre que ese otro yo, ese otro sí mismo que siente y padece, que desea y rechaza de una manera diferente, está en conflicto con el yo principal, ese que se presenta en público, ese que habla consigo mismo. Una presencia que puede ser arrebatadora, exigente. Y puede ser causa de sufrimiento.

Conócete a ti mismo. Hay filosofías que proponen las disolución del yo, el abandono de la introspección para alcanzar el no ser, el no sentir, el no pensar. Otras desplazan ese centro de gravedad del yo, del mí mismo, hacia la naturaleza de la que solo seríamos una parte efímera y circunstancial.

Situación en la que imaginan se encontraban nuestros ancestros. La teoría es que estos conflictos solo afectan a los que tienen resueltas las necesidades inmediatas de supervivencia.

Sin embargo, en mi opinión son consustanciales al ser humano y creo que son consecuencia de una mente capaz de vivir a los otros y que muchos otros vivan en uno. Quizá conócete a ti mismo sea eso, saber que uno es multitud.

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