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Notas de un espectador

«Vuelvo a Granada, vuelvo a mi hogar»

Cuando me pongo a escribir en este ordenador que me acompaña es tan temprano que sólo veo, ante mi, las luces artificiales que alumbran mi pueblo, que está allá arriba, yendo al Teide, en el Puerto de la Cruz. Se llama La Calle Nueva, pero es vieja desde que nació, mi casa está en lo alto de una de las calles, la que precisamente se llamó Calle Nueva, hasta que el azar y las autoridades municipales aceptaron llamarla Calle Malteveo, por el bar Malteveo, que aquí pusieron dos buenos vecinos, una de Garachico, él era de aquí, y en el que los chicos aprendimos a jugar al billar y los mayores a beber por las tardes.

Desde que me fui, en torno a mis dieciséis años, fui siempre, muchas veces, veía a mis padres, a mis hermanos, dos hermanas, el hermano, mis padres murieron, ellas murieron, mi hermano felizmente vive, y desde hace muchos años vive en otro de los pueblos del norte, el que llaman de La Montañeta, que también vislumbro desde el sitio en el que estoy sentado, escribiendo.

La Montañeta está justo debajo del Teide, entre esa montaña grande. Después de una nube blanca que cae como una mano sobre estos barrios, está ese sitio, La Montañeta, y luego vienen las casas de las que forma parte la casa a la que ahora, ayer mismo, he vuelto después de mucho tiempo. Murieron mis padres, murieron mis hermanas, y la punzada del corazón, que durante tiempo se llamó tristeza y ahora también se llama nostalgia, retrasó mi regreso. Todo está en orden, allí estaban mis sobrinas, Elena y María, sus descendientes, mis sobrinos de viejo, es decir, mis biznietos, por así decir, luego llegó mi sobrino Ramón, que también tiene descendientes. Estuve en todas las habitaciones de la vieja casa, que Elena, que vive en lo alto, y también vive en lo bajo, cuidando como los otros a su padre Goyo, y me sentaron en la misma mesa de antes, junto al patio de siempre, sobre el sótano en que mi madre guardó mis primeros escritos, que finalmente se comieron los ratones…

Mientras iba llegando a esa casa de la que falté algunos años me vino a la cabeza, como un guineo (esa palabra la decía mi madre mucho), la canción de Miguel Ríos, Vuelvo a Granada, vuelvo a mi hogar… Ha escrito muchas, ha escrito tantas, es tan largo su camino de persona dedicada a sacar de su corazón rock y memoria, que no hay asunto, humano, rabiosamente humano, que no nos haya regalado como un modo de compartir con nosotros, sus seguidores, su propia historia de amor y compañía.

Su Himno a la alegría, por ejemplo, fue para todos nosotros la oportunidad de imaginar que, tras una dictadura que mordió en todas partes, y dejó al país hambriento del pan democrático de la libertad, habría un mundo distinto. Europa, que es la destinataria mayor de ese himno, estaba tratando de reconstruirse, y España necesitaba, por así decirlo, el reconstituyente que fue su ingreso en el mundo por el que ya andaban sus otras naciones. Y ese himno de Miguel Ríos fue una melodía invencible, que se pegó al corazón y a los asuntos.

En mi largo peregrinar por la prensa, desde EL DÍA y LA PROVINCIA, que fueron mis primeros periódicos, a los que, miren por donde, he vuelto como parte de sus plantillas, tuve oportunidades de conocer a muchísima gente, a muchos entrevisté (por ejemplo, a Miguel Ríos, múltiples veces), y de muchos hay en esa casa a la que ahora vuelvo cantidad de recortes que mis hermanas fueron haciendo de una vida cuya intensidad o desafuero ellas recogían como si yo fuera alguien.

Y allí me tenían Elena y María unas cajas que guardan ese testimonio de un tiempo que no ha cesado y que ahora me llega como un regalo que no estimula mi ego sino mi sentimiento ante el aprecio familiar, fraterno, porque guardar lo que uno va haciendo por esos mundos, así como los reflejos de lo que uno ha sido, sólo es consecuencia de una generosidad que te deja sin palabras.

Mientras veía esos testimonios, unos recortes en los que estaban, abundantes, estos dos periódicos, me volvía al recuerdo, esa melodía, Vuelvo a Granada. Luego subí a la azotea en la que yo imaginé, o escribí, los primeros versos, escuché, como si vinieran del pasado, los ladridos de los perros, estuve fijándome en las estrellas, que por la noche desafían el cielo antes nublado del Puerto de la Cruz, observé el viejo tendedero, la esquina donde me daba el sol cuando era un muchacho, la cañería que escuchaba cuando leía a Julio Verne, que ahora lee, por cierto, mi único nieto, Oliver, que también me acompañó en este regreso a la casa, cuyos helechos numerosos siguen dando luz verde al patio. «Vuelvo a mi hogar».

Hoy actúa Miguel Ríos en el Auditorio de Santa Cruz. El año pasado lo hizo en el Alfredo Kraus de Las Palmas. Cantará otras canciones, naturalmente, todas ellas protagonistas de un disco cuyo título es el resumen de su energía, Un largo tiempo, «aderezado», me dijo cuando me contó que venía, «de los éxitos de siempre en compañía de The Black Betty Trio. Es un concierto acústico, único en mi carrera». A lo largo de este largo tiempo lo hemos acompañado, su voz ha ido variando como la de sus numerosos seguidores, como si el tiempo, el largo tiempo, fuera dando noticia, también, de los revuelcos del alma, de las épocas en las que hemos ido y venido, sintiendo la alegría, volviendo a la casa como él volvió a Granada, adonde jamás, ay, pudo ir Federico. Volviendo a mi casa a mí mismo me ha traído Miguel Ríos.

Ahora el Teide tiene un punto de sol, la niebla sigue en su sitio y ya podría señalar desde donde escribo la puerta de mi casa, en cuyo soporte de cal descubrió anoche mi nieto la huella de If, el poema de Rudyard Kipling que allí escribí, y borré, hace entre sesenta y mil años.

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