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Reforma educativa: ¿digital?

Reforma educativa en España. El trámite (mucho más que eso) casi que parece de obligado cumplimiento por mandato constitucional en un Estado más que castigado por los informes PISA, un baremo diseñado en el año 2000 por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) para evaluar el grado de preparación de los estudiantes en los diferentes países. El modelo educativo español se ha renovado ocho veces desde 1980: el Consejo General del Poder Judicial, el gobierno de los jueces, seis en el mismo periodo. Y esto último sí que debería ser preceptivo cada cinco años, según la Carta Magna. En este sentido, nuestra Educación ha resultado más ‘dinámica’: volvió a reconfigurarse en 1985, 1990 (¡la LOGSE!), 1995, 2002, 2006, 2013 y 2020. Otros acrónimos que han castigado a la comunidad docente han sido LOECE, LODE, LOPEG, LOCE, LOE y LOMCE. O LOMLOE. La nueva. La última en llegar.

Lo hace en un mal momento: inflación, incertidumbre económica e impredecibilidad política acerca de su propia esperanza de vida. Los libros cambian, los temarios también y el gasto de las familias sube. Pero esto es meramente coyuntural. No tanto la sorpresa con la que a menudo se recibe un nuevo cambio en el modelo, porque «lo lógico sería un consenso general» para garantizar un camino diáfano en la educación de las nuevas generaciones. Y sí, sería lo lógico. Pero no es menos cierto que pocas cosas definen una ideología como su concepción del modelo educativo. Quizás no sea tan sorprendente esta sucesión de reformas. Es indudable que cada una de ellas ha estado marcada, en mayor o menor medida, por una u otra posición política. Derecha e izquierda, en términos del Siglo XX. Algo que ha afectado, por citar un ejemplo ilustrativo, a la regulación en torno a la asignatura de Religión.

También se han confrontado posicionamientos pedagógicos: conocimiento o competencias del alumnado. Saber o ser capaz de hacer. Repetir o no repetir curso cuando no se aprueban todas. Cuestiones que no son menores a la hora de evaluar a la misma LOMLOE. No tengo opinión fundamentada al respecto. Sí una algo más formada, con algo de perspectiva, sobre la constante mutación del sistema educativo. No acabo de entender cómo determinados conceptos que deberían ser universales a la hora de educar se asocian a una u otra posición política.

Esto es, el valor del esfuerzo, la necesidad de educar en derechos y en obligaciones, el aliento del espíritu crítico, la igualdad, la asunción de responsabilidades, la formación de una cultura general. El conocimiento. O el imperativo de preparar al alumnado para el mundo que se va a encontrar ahí fuera, más allá de la especialidad que hayan escogido en los cursos superiores. Más allá de los muros del centro. ¿Realmente estamos preparándolos para que puedan desenvolverse con ciertas garantías bajo los códigos que imperan en el mundo adulto? ¿El mundo es realmente cómo se lo estamos enseñando en el aula?.

No dudo de la bonhomía de los legisladores. Menos aún de su ingenuidad y hasta de su obsolescencia en un contexto actual en el que el público principal del modelo educativo vive en otro planeta bien diferente al que siquiera pueden vislumbrar los docentes, o incluso los mayores en sus familias. Es aquí, en lo que nos ocupa, en donde echo en falta una verdadera vocación contemporánea de la acción reformadora. Porque el mundo, ahí fuera, ya ha cambiado considerablemente para los estudiantes más jóvenes: de un modo tal que ni siquiera sabemos cómo va a evolucionar su futura realidad en la edad adulta. La Educación, en este sentido, permanece ajena a la disposición actual del escenario. Y eso es algo alarmante.

Todos esos valores que tendrían que ser universales deberían ser consolidados en este universo digital. Un entorno en el que la juventud y la infancia más temprana no ven la televisión, no hablan por teléfono, no leen en papel, no permanecen atentos a los medios de comunicación convencionales. Una realidad que se vive bajo perfiles sociales, en plataformas privadas con enorme capacidad para acumular datos e información personal, en redes en las que se generan contenidos de forma disruptiva, en juegos que también se presentan como redes sociales y que empiezan a competir en capacidad de atracción con los grandes espectáculos deportivos. Un nuevo mundo en el que es preciso redefinir nuestro concepto de humanismo, de cultura, de moral y, por supuesto, de educación; la economía o la política ya se han trasformado, y lo siguen haciendo bajo estos parámetros que se manifiestan en las pantallas.

La educación digital no consiste sólo en facilitar tablets al alumnado y contratar a una multinacional tecnológica para desplegar plataformas para su desarrollo académico (como Google o Microsoft, a las que se ha recurrido del mismo modo que se conceden licencias a las editoriales para elaborar sus libros de texto). No se trata de eso: habilitar pantallas y entornos digitales, y ya está. Es más, a la Educación, como derecho y servicio que deben garantizar los estados, ya incluso le sobra el añadido de «digital». Porque hoy vivimos en ese día a día de permanente conexión a la red, al continuo intercambio de experiencias entre perfiles sociales, al entretenimiento gamer, al acceso a la información en otros canales. A nuevos modelos de pensar, estar y vivir online. O de vivir, a secas. ¿Re-evaluamos qué es lo verdaderamente importante en la Educación? Es urgente. Lo mismo que el reclamado consenso.

Al profesorado se le demandan esfuerzos verdaderamente titánicos a la hora de actualizar sus funciones, y, por qué no decirlo, de reformular sus esperanzas en nuevas leyes que no sabe cuánto van a durar, y que regulan y ordenan cuestiones situadas, creo, más fuera que dentro de la realidad digital. Hay que afrontarlas, y definir las herramientas que se facilitan a los estudiantes: desde su cultura y su preparación adquirida al final de su etapa hasta valores fundamentales como la decencia (la misma a la que aludía Tom Wolf en su Hoguera de las Vanidades), el respeto, el valor de la privacidad. De otro modo, seguiremos construyendo una ciudadanía proclive a la frustración, a la desinformación y a la desigualdad.

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