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Desde la sala

Myriam Z. Albéniz

¿Buenos conductores y malas conductoras?

Reconozco que en nuestra cotidianeidad sobran tópicos que, presumiblemente, reflejan las diferencias existentes entre hombres y mujeres. En mi caso particular, teniendo en cuenta que me gusta conducir y que, tras miles de kilómetros y cuatro décadas en las carreteras, no debo hacerlo del todo mal, estoy bastante cansada de llevar una vida entera escuchando ese latiguillo permanente de «mujer al volante, peligro constante». Permítanme, si quiera, reclamar el beneficio de la duda, huir de las generalizaciones y no entrar en polémicas estériles. La sociedad en la que vivimos tiene enquistados prejuicios defendidos con tanto ahínco como si tuvieran base científica. La frase «mujer tenía que ser» resulta muy utilizada cuando una conductora tarda al aparcar o al desplazarse en un atasco, eso sin contar que inmediatamente se responsabiliza a la mujer cuando se ve involucrada en un accidente automovilístico. Sin embargo, existen numerosos estudios publicados recientemente que echan por tierra estos clichés y las propias estadísticas de la Dirección General de Tráfico así lo confirman.

La revista especializada Injury Prevention publicó en 2020 un estudio en el que, tras analizar datos a lo largo de un década, demostró que los hombres presentan un mayor riesgo de cara a otros conductores. Aún más recientes figuran las conclusiones de un conocido comparador de seguros, avalando que las conductoras sufren un menor número de percances al volante, si bien dan más partes a las compañías aseguradoras, normalmente asociados a averías o a roces poco importantes. En la mayoría de tramos por edades, la siniestralidad masculina duplica a la femenina y los accidentes sufridos por ambos grupos resultan notablemente diferentes. En el primer caso, predominan las colisiones frontales, los vuelcos y los atropellos, frente a las salidas de vía y los choques por alcance del segundo. Por lo que respecta al nivel de gravedad de los accidentes, aumenta si es un hombre quien conduce y, si se observan aspectos como los efectos derivados de la ingesta de alcohol y drogas, la cifra entre unos y otras se multiplica por cinco. Cuando la causa radica en el exceso de velocidad, también ellos superan con creces el recuento. Pero, en mi opinión, una de las lecturas más llamativas del informe es aquella que constata que los conductores arriesgan en mayor medida tanto sus vidas como las del resto de los ocupantes del vehículo, por lo que la tasa de mortalidad se eleva a más del doble que las conductoras.

Así que, recapitulando y sin ánimo alguno de polemizar, de la exposición anterior cabe deducir que las mujeres no somos un peligro al volante y que nuestra conducción resulta, incluso, más segura y responsable. Asimismo, provocamos una cifra inferior de accidentes y, además, de menor gravedad. Tampoco cometemos tantos delitos contra la seguridad vial, ni por correr demasiado ni por beber o consumir estupefacientes. Estas informaciones reciben una réplica obvia sobre el estado del permiso de conducir y es que, en los más de diez años que lleva activo el carné por puntos, somos las mujeres quienes aventajamos igualmente a los hombres en dicha contabilización.

Ni que decir tiene que no expongo estos resultados con intención de competir. En absoluto. Más bien los facilito por si, en alguna medida, contribuyen a dejar de estereotiparnos y de cuestionar nuestras capacidades en este terreno. No obstante, y en un alarde de sinceridad, créanme que lo dudo. Me conformaría con que se reconociera con convicción que, igual que existen buenos y malos conductores, existen buenas y malas conductoras. Sencilla y llanamente. Y a modo de conclusión, como si de las dos caras de una misma moneda se tratara,  que al menos convinieran conmigo en que no deja de resultar paradójico que esos defectos que se nos atribuyen (lentitud, escasez de reflejos, prudencia excesiva) constituyan, al mismo tiempo, las virtudes que nos ayudan a ganar la sangrienta batalla de la carretera.

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