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Juan Fernando López Aguilar

Adiós a un carismático sacerdote y profesor del Claret

Juan Fernando López Aguilar

Cuando la ternura ennoblece

Emocionados sus abrazos y sus sonrisas regaladas con la alegría de la sencillez | Emotivas sus bendiciones sobre mis inquietudes descreídas

Cuando la ternura ennoblece Juan F. López Aguilar

Devorada por el vértigo de cambios históricos acelerados, a mi generación, nacida en los años 60 del pasado s.XX, en la que todavía a estas alturas sigue siendo la franja de edad más ancha de la población española, se le hace cada vez más arduo el gozo de la memoria. A quienes fuimos niños en el tardofranquismo y adolescentes en la transición, nos pareciera a veces que hubiesen transcurrido siglos en cuanto recordamos cómo fue España entonces, cómo fue entonces Canarias ...y, desde luego, cómo era la educación entonces. Segregada por sexos, invadida por aquel confesionalismo que hacía de la religión católica la oficial del Estado y la «única y verdadera» (art.II de la Ley de Principios del Movimiento de 1958, en vigor cuando yo nací), se enseñaban en la escuela jerarquía y autoridad con un rigorismo coercitivo que hoy sería tan inviable como inaceptable. Por este entorno, en ese ambiente, cuando un profesor o profesora descollaba en la tarima o la pizarra por su sensibilidad o por la timidez humilde con que destilaba amor por el arte de enseñar como una forma de darse, y de dar y compartir, su impacto entre sus estudiantes estaba llamado a ser imperecedero.

En algún lugar remoto de nuestra infancia o adolescencia, miles y miles de alumnos que hoy somos hombres y mujeres tuvimos como profesor al entrañable Padre Pedro Fuertes (1932/2022). Le recordamos, distinto, por su devoción por la literatura y por la pasión contenida con la que nos incitaba a conocer a los grandes de las letras españolas de la época y de todos los tiempos. También por el esfuerzo doliente de transferirnos sus lecturas, e incitarnos a las nuestras, a pesar de las distancias -no solo generacionales, sino también sociales (había nacido en León, Astorga; nos enseñaba en LPGC)-, y de las turbulencias de aquellos años movidos, minados de contradicciones entre lo que ya no éramos y todo lo que todavía no habíamos llegado a ser, individual y colectivamente. Sólo algún tiempo después supimos de su infatigable entrega de cura obrero a la parroquia Pedro Hidalgo, de su quehacer social junto a los desfavorecidos y los necesitados, y de su producción lírica y sus poemarios íntimos y luminosos -cita de su corazón cada Navidad- transidos de fe indesmayable, motor de su afectuosa proximidad a los demás.

Si alguna vez, con los años, ensayo la retrospección, vislumbro en una pulsión laica (incluso anticlerical) algo de lo que a muchos nos aproximó a la izquierda en esos años convulsos con tanta tarea y tantos cambios agolpándose en la antesala de lo que después sería el resto de nuestras vidas. Nada de ello impidió que en el curso del tiempo me emocionase reencontrarme con el Padre Pedro Fuertes en mi ocasión de presencia en mi ciudad natal. Emocionados siempre sus abrazos y sus sonrisas regaladas con la alegría de la sencillez. Emotivas sus bendiciones sobre mis inquietudes descreídas. Tierno, por fin, con todos si alguna cena reunía a algunos de sus viejos alumnos con el profesor ya anciano. Tu ternura, Padre Fuertes, nos ennoblece ahora, cuando hemos cumplido tantos años. Nos acompañaste hace mucho. Te recordaremos, mientras vivamos.

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