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Castillo de San Joaquín

Retiro lo escrito

Alfonso González Jerez

El castillo de San Joaquín

Suele proclamarse que el patrimonio histórico nos habla elocuentemente del pasado que nos constituye. Pero también nos cuenta del presente y sus muñidores. El destino del Castillo de San Joaquín es un magnífico ejemplo. Su origen se remonta a 1568. Comenzó a prestar servicio entonces como una simple batería militar. Instalado en el enclave que hoy se conoce como Vista Bella, desde ahí se vigiló durante siglos la aproximación y la salida de los buques del puerto de Santa Cruz de Tenerife. También era posible columbrar cualquier movimiento de tropas que se dirigiera hacia La Laguna –entonces capital insular– desde la costa. Hacia 1780 la batería fortificada se transforma en un castillo de planta cuadrada, un patio central y cuatro torres en los vértices. Con varios destinos (y alguna etapa de abandono operativo) el Castillo de San Joaquín fue clausurado finalmente en 1991 después de ser utilizado durante casi medio siglo como prisión militar. Poco tiempo más tarde, en 1996, el Ministerio de Defensa lo sacó a subasta. Una ganga, 42 millones de pesetas, un cuarto de millón de euros. Lo que cuesta todavía hoy un piso de tres habitaciones en el centro de Santa Cruz.

Ninguna administración se interesó por la compra del Castillo de San Joaquín. Absolutamente ninguna. Ni desde los gobiernos ni desde las oposiciones. Ni desde las izquierdas ni desde las derechas. Tampoco consta que el Ministerio de Defensa se pusiera en contacto con el Gobierno autónomo, el Cabildo Insular o los ayuntamientos de Santa Cruz de Tenerife o La Laguna para ofrecerles algún acuerdo. El castillo lo compró un particular, aunque la edificación está protegida por las leyes de Patrimonio Histórico y en el año 2000 el Cabildo tinerfeño lo declaró Bien de Interés Cultural. Tal vez por eso el propietario ni lo habitó ni realizó ninguna rehabilitación. Ahora lo vende –mejor: intenta venderlo de nuevo– por 3.100.000 euros. Me parece harto improbable que, dadas las exigencias que impone la ley sobre un inmueble protegido, consiga un vendedor. El riesgo más evidente, por tanto, es que el castillo se siga degradando en los próximos años y décadas. Lo único que puede evitarlo con garantías es la intervención de los poderes públicos.

El historiador Miguel Ángel Clavijo, en declaraciones a El Día, ha afirmado que la adquisición del Castillo de San Joaquín «es una enorme oportunidad para nuestra historia». Creo que el profesor Clavijo –no se pierdan su estupendo programa semanal en la SER, Crónicas canarias– acierta plenamente y a la vez se queda corto. Porque la alternativa a una compra inmediata por la administración pública del Castillo de San Joaquín es perderlo para siempre bajo el desgaste implacable de tiempo, el desatención, los vándalos o los okupas. Ya se sabe que en la agenda de nuestra élite política la conservación, investigación y divulgación del patrimonio histórico canario no es precisamente una prioridad. De hecho, en la historia de la comunidad autonómica solo hemos tenido dos directores generales de Patrimonio que sabían lo que hacían y dejaron un legado de valor: el gran Celso Martín de Guzmán y el propio Miguel Ángel Clavijo. Pero ahora existe una ventana de oportunidad. Simplemente porque abundan –un tanto paradójicamente– los recursos públicos. Y si me apuran porque ya nos encontramos en precampaña electoral y alguien puede considerar –crucemos los dedos– que quedaría molón apostar por rescatar un monumento que, debidamente restaurado y acondicionado, tendría interés en sí mismo, pero que también podría convertirse en un centro de actividad cultural o museística. La Viceconsejería de Cultura, el Cabildo de Tenerife y los ayuntamientos podrían hacer un esfuerzo en común. O por separado. Si nadie se mueve serán todos responsables de una ruina patrimonial perfectamente evitable.

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