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Marina Casado

Un carrusel vacío

Marina Casado

La mala educación

La mala educación Pablo García

Hace poco más de un año que conduzco. Lo cierto es que superé las expectativas de gran parte de mis amigos, que consideraban que jamás me sacaría el carnet de conducir. Les demostré que, más allá de los 30, aún es posible alcanzar esa pequeña o gran meta. En mi caso, bastante grande, porque la perspectiva me generaba pánico. Nunca lo había intentado, por falta de tiempo, de interés y de necesidad, pero esto último llegó de repente, hace dos años, y me planteé hacerlo de una vez por todas. Y lo hice.

Desde luego, no puedo considerarme Michael Knight, pero voy y vengo del trabajo cada día. Y en mi efímera trayectoria como conductora, he tenido ocasión de descubrir que conducir puede cambiarnos el carácter. Yo, que soy una persona con bastante templanza, he experimentado la ira en la carretera. Especialmente cuando me he cruzado con determinados individuos que ponen en práctica su mala educación sin signo alguno de remordimientos. Me refiero a esa gente que se atraviesa en las rotondas –y sin intermitente–, a los que no facilitan el cambio de carril, a aquellos que echan mano del claxon solo porque consideran que llevas una velocidad insuficiente –a pesar de que tú estés siguiendo a rajatabla las limitaciones de la vía–. En resumen: gente prepotente. La carretera es un coto de caza privado donde pasta a sus anchas la prepotencia.

Ha sido a raíz de mi experiencia como conductora cuando he empezado a reflexionar acerca de la antipatía que me generan este tipo de individuos. Puede que en la carretera broten como setas, pero, en realidad, están por todas partes. Y lo peor de todo: se les ve el plumero desde muy jóvenes; y aquí entra en juego mi faceta de profesora. Siempre existe el típico alumno respondón y descarado, que trata de quedar por encima del docente, poniendo en cuestión cada una de sus decisiones de una forma brusca y altisonante. Ojo, no me refiero a los alumnos gamberretes, sino a ese otro perfil que se ampara en una supuesta superioridad y en una familia que, probablemente, le haya infundado la idea de que los profesores somos una especie de siervos para ellos. Una familia que no tendrá problema en presentarse en el centro de estudios con una serie de exigencias y de críticas y con unas formas que rozan o alcanzan la mala educación. Vamos, lo que siempre se ha dicho de que “nos están perdiendo el respeto”. No se puede generalizar: afortunadamente, esto solo se produce en una pequeña parte del alumnado. Aunque es suficiente para hundirte el día, claro.

Las personas prepotentes no suelen dudar; al menos, en apariencia. Se mueven por el mundo con fluidez, atajando sus propias decisiones y decidiendo también por los demás, pisando fuerte, con la convicción de que llevan la razón en todas y cada una de las cuestiones. Y yo, que soy insegura por naturaleza, experimento un fuerte rechazo hacia ellas. Su brusquedad y su seguridad me acongojan, casi tanto como el claxon de los conductores que consideran que no has alcanzado la velocidad suficiente con tu vehículo. Por el contrario, me agrada la gente prudente, aquella que pide permiso y escucha antes de dar su opinión, sin presentar esta como una verdad incuestionable. Creo que en eso se basa la amabilidad. Y me aterroriza pensar que cada vez conozco a menos gente amable.

La educación tiene mucho que ver en todo este asunto. Si a una persona la convencen desde su más tierna infancia de que es superior al resto y debe ir anunciando esa superioridad al mundo, arrasando con todo aquello que se cruce en su camino, probablemente se acabará convirtiendo en un cretino presuntuoso. A mí mis padres siempre me enseñaron a escuchar; me demostraron que mi opinión no es la única válida y que debo respetar las opiniones ajenas, a pesar de no estar de acuerdo. Por eso, no concibo estar en el lugar de, por ejemplo, el alumno de 1º de Bachillerato que hace unos días soltó, en mitad de la clase, que “los socialistas de mierda se han cargado el país”. Es muy válido que no esté de acuerdo con el socialismo –cuyo fundamento, por cierto, desconocía– o con el gobierno español, pero la manera de expresarlo solo demostró una genuina mala educación y la ausencia de respeto hacia los presentes cuya ideología pudiera identificarse con el socialismo. En resumen, que les pierden las formas.

Es cierto que a los prudentes nos pierden otras cosas. La inseguridad, el exceso de humildad, la falta de firmeza. Ser “poco espabilados”. Pero prefiero seguir contemplando el mundo con ojos amables, saber escuchar y descubrir posturas ajenas que, de repente, me hagan cambiar mi propia visión. Y evitar el claxon por encima de todo.

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