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Marina Casado

Un carrusel vacío

Marina Casado

Lo que nunca seremos

Lo que nunca seremos

Cuando era muy pequeña y me formulaban esa pregunta prototípica, «¿Qué quieres ser de mayor?», siempre respondía lo mismo: princesa, actriz de cine o escritora. A mí no me pasaba como a las niñas de la famosa canción de Sabina. Yo creía en la Bella Durmiente, en Cenicienta y en todo el resto de heroínas de ese calibre que habitaban las películas de animación y los cuentos de hadas con los que mi imaginación se nutría libremente y que estaban muy alejados de cualquier cuestión ideológica o política.

El empeño por convertirme en actriz de cine nació derivado de aquello que siempre me decía mi madre: que las princesas de cuentos de hadas no existían. Y cuando yo veía a aquellas actrices de la época dorada de Hollywood, con sus vestidos vaporosos y sus cabellos peinados con tirabuzones, comprendía que eran lo más parecido a «princesas de cuento modernas» que podría encontrar –aunque el adjetivo «moderna» es relativo aquí, porque, en algunos casos, se trataba de actrices de las décadas de los cuarenta o los cincuenta del siglo XX–. Sin embargo, si alguna vez he tenido talento en ese terreno, nunca lo sabré. Mi actuación más exitosa hasta la fecha fue a los nueve años, en una obra del colegio, cuando me dieron el papel de Mahoma y yo tenía que defender «la Guerra Santa»…

De aquellas aspiraciones infantiles, considero que la más razonable era la de ser escritora. De hecho, se trata de la única que se ha mantenido en el tiempo. Por entonces, devoraba en dos tardes los libros que mi padre me traía de la biblioteca para todo el verano. Y escribía breves cuentecillos protagonizados por hadas, sirenas y animales humanizados. En mi mente, ser «escritora» era ser novelista, como Roald Dahl, el autor de mis obras preferidas: Las brujas, El Gran Gigante Bonachón, Charlie y la fábrica de chocolate…

En mi tardía adolescencia, me convertí en la autora de dos o tres novelas cuyo argumento y personajes me siguen pareciendo interesantes, a día de hoy, pero que adolecían de ciertos errores de principiante cuyo origen se encontraba en mi poca experiencia vital. Contradicciones, incongruencias relacionadas con una visión del mundo incompleta. El género de la novela exige una madurez que no es tan necesaria, por ejemplo, en poesía. Porque esta nace de una expresión de sentimientos, por mucho que después haya que limar y modelar ese chorro emocional, pero la novela ha de presentar una coherencia, incluso la de género fantástico. Y yo, a los 17 años, todavía era muy inmadura. Por eso, cuando la poesía se cruzó en mi camino, la abracé y me perdí por su senda de hojas otoñales y recuerdos azules. Los poemas nacían casi sin pretenderlo; tal vez mientras estudiaba un examen, en una clase especialmente aburrida o al comprobar que el chico que me gustaba tardaba más de lo normal en responderme un mensaje. Y publiqué varios poemarios, gané algún premio y la gente me llamaba «poeta».

La poesía se había alineado con mi cotidianidad sin apenas restarme tiempo. No hubiese podido ocurrir lo mismo con la novela, porque esta exige no solo madurez vital, sino dedicación, trabajo, frecuencia. Es muy complicado escribir una narración extensa sin reservar unas horas a la semana para ir avanzando. La novela carece de la espontaneidad con la que surge la poesía, que a menudo es chispa o explosión, aunque después –insisto– haya que elaborarla. Y no todo el mundo dispone de ese tiempo.

Cuando conseguí mi plaza de profesora, lo primero que hice fue comenzar una novela. Con la estabilidad laboral asegurada, no resultaba tan difícil encontrar un ratito cada día. A los 28 años, mi visión del mundo era más completa, aunque todavía tuviera mucho que aprender. Pero a esa edad una ya ha comprendido que, ciertamente, las princesas de cuentos de hadas no existen, que nunca llegarás a Hollywood más que con una tarjeta de «visitante» y que, probablemente, publicarás libros, pero nadie te estudiará cuando ya no vivas. Y es entonces cuando nacen los escritores.

En mi caso, me di cuenta de que, en realidad, sí que había sido una princesa, una actriz de cine y mucho más. Fui Charlie adentrándose en la Fábrica de Chocolate, Hermione Granger practicando hechizos en Hogwarts, Augusto Pérez revelándose ante su autor y Fortunata enamorada sin esperanza de Juanito Santacruz. Porque en los libros podemos ser todo lo que nunca seremos. Porque los novelistas son creadores de mundos.

Hace unos días recibí la feliz noticia: en diciembre, saldrá a la venta mi segunda novela, de género negro. Una niña que quería ser princesa se pasó toda la tarde sonriendo.

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