Observatorio

Adiós, febrero

Adiós,  febrero

Adiós, febrero / Josefina Velasco Rozado

Josefina Velasco Rozado

Josefina Velasco Rozado

Es el mes más corto del año. Y es que febrero, el último mes oficial del calendario romano que hizo de marzo su principio al ser el más guerrero, es breve por decisión política. Es pródigo en celebraciones y en nacimientos, pues, si echamos la vista atrás y contamos, la primavera altera la sangre y febrero recibe los frutos; si bien la estadística concluye que septiembre es en el que más nacen arguyendo, entre otras razones, que el frío del invierno propicia las concepciones. Al ser en aquella antigüedad el último mes recibió los días que quedaban, pero a cambio en él se concentraron las fiestas de purificación. Luego, cuando se rehízo el calendario, nada se le aumentó, pues tanto julio, en honor a Julio César, como agosto, en honor a Augusto, fueron dotados del mayor número de días, quedando febrero con dos días menos, salvo en los bisiestos cuando para salvar las diferencias entre el recorrido solar y el cómputo anual se puso un día más, dándole a febrero 29 días.

Adiós,  febrero

Adiós, febrero / Josefina Velasco Rozado

De los romanos nos llega también el nombre del mes, Februa, al parecer relacionado con un rito de purificación en el marco de fiestas muy populares, cuando los jóvenes iniciaban la edad adulta, los adultos se preparaban para la guerra y las mujeres conjuraban a los dioses para procrear. Rituales y festejos desaforados transformados luego en la liturgia cristiana en la fiesta de la purificación de las Candelas al empezar el mes, o, mediado febrero, en el homenaje a los amores que (San) Valentín amparaba casando a los enamorados aún en contra de los mandatos imperiales y, casi siempre al final, en el desmadre previo a la contención que es Carnaval.

Febrero es el mes del renacimiento tras el solsticio de invierno. La sabiduría popular sentencia que «en febrero entra el sol en cualquier reguero» y es cierto, pese a que su posición en pleno invierno lo haga lluvioso, nevoso y frío, el segundo más frío tras enero («abrígate por febrero con dos capas y un sombrero»). La historia vieja pone ejemplos de cómo las civilizaciones hidráulicas antiguas (egipcios y mesopotámicos) realizaban cultos entorno al próximo fin del invierno. Fueron haciéndose más complejos y mejor justificados los ceremoniales de celebraciones grandes hasta llegar a las Lupercales romanas que invocaban la fertilidad y el matrimonio y se realizaban emparejamientos entre jóvenes. Según se cree februa aludía a las correas de piel de cabra utilizadas en el ritual propiciatorio de la fecundidad fustigando los disfrazados a las mujeres. Los míticos lupercos (lobos) eran protectores, aunque suene contradictorio, de los rebaños y de la familia, herencia de tradición antigua de pueblos pastores. Nada tiene de extraña esa deificación del lobo, pues fue una loba la que amamantó a los gemelos Rómulo y Remo en la leyenda sobre el origen de Roma. Disfrazarse de algo parecido a un animal admirado o temido es común en muchas costumbres ancestrales de nuestros pueblos donde los danzantes disfrazados provocan a quienes encuentran a su paso. De algún modo febrero preparaba a la población para las nuevas campañas de conquista que el belicoso Marte (marzo) exigía. Un poco de perversión antes de la privación.

Entre las ceremonias de febrero, las anteriores de diciembre, aún más lascivas y desenfrenadas en honor a Saturno, y las que seguirán luego, las bacanales de Baco, se fraguaron de algún modo los carnavales. Quitándoles la pátina licenciosa a todas ellas, pero sin lograrlo del todo, la Iglesia triunfante intentó cristianizar, domesticar las fiestas de lo que fue conocido desde muy antiguo como Carnaval. Al parecer la expresión se debe a la obligación impuesta en Cuaresma de no comer carne o apartar la carne (carne levare) en sentido gastronómico y moral. Unos días antes del inicio del tiempo de contención, reflexión y rezo, iniciado cuarenta días (Cuaresma) antes de la Semana Santa, se organizaban los festivales más locos. La permisividad antes del retiro. En los pueblos y, más comercial, en las ciudades siguió desmadrándose el personal en unas juergas sin control en las que los participantes se travestían y dejaban de ser lo que eran para ser otros. Las normas quedaban aparcadas y en cada lugar todo se revolvía. La literatura y el arte son pródigos en halagos al carnaval como la exaltación de la libertad donde lo establecido se pone en solfa. En eso de cuestionarlo todo y subvertir el orden está la idea de ocultarse, de disfrazarse, de no ser reconocido.

Tal vez pocas creaciones de la literatura de sello español sean tan explícitas en esto del contraste del carnaval con la obligada penitencia que tras él vendrá como la muy explícita «Pelea que ovo don Carnal con la Quaresma» dentro del Libro del Buen Amor (siglo XIV) del gran Arcipreste de Hita. El bien triunfa sobre el mal y para ello los hombres deben meter en vereda los vicios carnales desatados. Es Carnaval el «período que comprende los tres días anteriores al miércoles de ceniza», aunque aunados consumo y política no siempre se cumplan los plazos. Aparcar como se debe la lujuria «incluye, por cierto, a curas, arciprestes y arzobispos» más ocupados en los placeres mundanos de lo que debían, según el Arcipreste. Acaba el carnaval con el encierro de don Carnal y aconseja mesura y continencia doña Cuaresma: «Por tu mucha gula y mucha golosina / el viernes pan y agua comerás sin cocina / fustigarás tus carnes con santa disciplina, / Dios te dará perdón y saldrás de aquí aína»

El miércoles de ceniza pone fin a Carnaval y se entierra previamente la Sardina. Aunque muy extendido en España, el simbólico entierro de la sardina no anula otras tradiciones locales en las que se representan ideas parecidas de olvidar lo malo, aunque sea divertido, y propiciar el nacimiento de lo nuevo mejor. Hay una historia popular que cuenta que Carlos III regaló a los nobles madrileños un cargamento de sardinas para pasar la cuaresma, pero que podridas hubieron de ser enterradas. Y otro de un cortejo fúnebre estudiantil mediado el siglo XIX lamentando el fin de los regocijos y dando sepultura a una coqueta sardina, comida que vendrá; hay quienes entierran una panceta y así podríamos seguir. Todos los pueblos tienen sus particularidades y sus propios carnavales, «máxima expresión del caos». Hay un resurgir de otros antiguos y particulares ajenos al comercio, enraizados en el acervo popular. Es lo bueno de las fiestas con raíces, esas que siempre ponen el broche final esperando un futuro mejor, que buena falta hace.

Con el miércoles de ceniza la advertencia es severa: «Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás», parecido a lo que les susurraban a los generales victoriosos y engreídos en los desfiles triunfales de Roma: memento mori (recuerda que eres mortal). Pero aquí la fe te salvará. En definitiva febrero lanza por la ventana la casa antes de recluirse en ella y unos años antes y otros después 40 días previos a la Pascua empieza el tiempo de penitencia y oración de Cuaresma, para recordar los días de Jesús en el desierto. Realmente tras tanto festear un poco de contención, con fe o sin ella, no viene mal.

[Barreto Vargas, Carmen Marina (1993). El carnaval de Santa Cruz de Tenerife. Un estudio antropológico. Universidad de La Laguna (tesis doctoral dirigida por José Alberto Galván Tudela; en abierto); Ruiz, Juan. Arcipreste de Hita. El libro del Buen Amor. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (Acceso libre)]

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