La opinión del experto

El eterno mundo del engaño

Un médico mide la tensión a un paciente en la consulta.

Un médico mide la tensión a un paciente en la consulta. / L. O.

Martín Caicoya

Martín Caicoya

Hesíodo se propuso dejar por escrito la tradición oral que describía los seres inmortales que gobernaban los azares del mundo. Entre ellos las musas. Dice que son inspiradoras, pero que también mienten. Probablemente Hesíodo creyera que ellas, y otros inmortales, eran las responsables de algunos pensamientos o ideas que aparecían en la mente. Casi siempre para ayudarnos a comprender, pero a veces para equivocarnos. Porque estaba claro: erraban a pesar de seguir sus dictámenes. Había que atribuirles una cualidad humana: el engaño.

En La Ilíada, Zeus coloniza el sueño de Agamenón para inspirarle una acción que producirá no el fin que el monarca vio en sueños, sino el que quiere Zeus. Le engaña con la promesa de victoria, para que ataque a los troyanos. Pero, como había planeado Zeus, ellos, apoyados por sus deidades, le infligirán una grave derrota. El engaño habita en los seres inmortales, también en la naturaleza. Las plantas simulan ser otra cosa para atraer o repeler a los insectos, una táctica que asciende por todo el árbol de la vida. Y se verifica pronto en los niños. Mienten y engañan porque pueden, porque en su caja de herramientas hay esa llave. Es la sociedad, la moral, la que regula su uso. Schopenhauer, al que le gustaba ir contra todo con una crudeza de escéptico, dice que, si la violencia se admite en determinadas circunstancias, ¿por qué no la mentira y el engaño para defenderse o para obtener un beneficio que mejore sus probabilidades de supervivencia?

Por tradición, hoy cuestionada, engañamos los médicos. Creemos que los pacientes no están preparados emocionalmente para conocer un diagnóstico que pueda ser fatal. El cáncer es el mejor ejemplo. Conocí médicos que murieron ignorando el diagnóstico, incapaces de reconocer las señales que con claridad les enviaba su cuerpo y el sistema con los procesos diagnósticos y de tratamiento. Sus familiares habían influido para que viviera en esa ignorancia que se parecía más a un autoengaño. Lo curioso es que rara vez se oculta el diagnóstico de una cardiopatía, aunque se acompañe de un pronóstico fatal. Quizá porque es más fácil de socializar ¿Debe siempre decirse el diagnóstico, en cuanto se conoce, habida cuenta de que es «propiedad» del paciente?

Algunos recomiendan que el médico, en el diálogo con el enfermo, descubra cuánto quiere saber y cuándo. Creo que siempre debe decirse, la cuestión es cómo. En eso reside una de las condiciones de un buen médico, esa parte que denominamos arte, que complementa y trasforma la ciencia. Ahí reside con más fuerza el carácter insustituible de la relación médico enfermo. Nunca, creo, la mejor máquina podrá captar las emociones y los sentimientos del paciente porque son inexpresables en palabras, porque tiene que ver con esas habilidades no racionales que vamos modelando desde la infancia.

Pero volvamos al engaño. Nos engañan y nos engañamos. La segunda habilidad es muy importante para sobrevivir. Suprimimos de nuestra memoria experiencias que nos inquietan, pero más aún, nos imaginamos a nosotros mismos como nos gustaría ser, aunque la evidencia demuestre una y otra vez que no somos así. Nos engañamos para sorpresa de los otros, como ellos se engañan. Y nos dejamos engañar por unos y otros porque nos conviene. Ahora se habla mucho de los bulos, de las llamadas fake news, como si fuera un fenómeno reciente. Existen desde que existimos. Algunas maravillosas y muy elaboradas que nos han permitido vivir mundos imaginarios que tomamos por reales. Son los mitos con los que manejamos la incertidumbre de nuestra existencia. Están engranados en nuestra forma de ver el mundo. Los que no pertenecen a nuestra tradición los disfrutamos por su belleza, por la fantasiosa veracidad.

Sería maravilloso que la inteligencia artificial pudiera crear mentiras tan bellas como el Mahabharata o Ramayana, o el Bahavad Gita, por poner tres historias. Para nosotros, educados en otras creencias, son bellas leyendas llenas de metáforas de la vida, pero para los creyentes hindús, los protagonistas son reales, dioses que gobiernan sus vidas. Todas las sociedades han construido mitos que las unen y fortalecen. Algunos más eficaces que otros. Desde que existimos ha convivido el engaño con la verdad. Hay engaños dañinos y los hay beneficiosos. Bush engañó, o se dejó engañar, con la existencia de armas de destrucción masiva en Irak y muchos lo creyeron. No solo republicanos, también demócratas y medios tan teóricamente independientes como The New York Times.

En mi opinión, de inexperto, el temor de que la inteligencia artificial construya falsedades creíbles me preocupa menos que la maquinaria propagandista humana, hábil en el manejo de las emociones, lo siga haciendo. Uno cree lo que está dispuesto a creer, por eso tantos americanos creyeron a Bush y tan pocos españoles lo hicieron. A muchos nos pareció ridícula y vejatoria la comparecencia de su ministro, el prestigioso Colin Powell en la ONU para justificar la invasión con pruebas manifiestamente fabricadas. Los que las creyeron querían hacerlo, guiados por las emociones no por la inteligencia.

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