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Parranda Marinera Los Buches

La vida periodística y la vida

Islas Canarias

Para María Mérida, para Elfidio Alonso y para Pedro Lezcano, y para todos los que saben cantar

El barco es como una ventana, el aire sopla y es un pájaro, un escualo, un paisaje nocturno, la isla se va acercando. Puede ser, entonces, cualquier isla, pero esta es, me parece, La Gomera, las parrandas están en el otro lado del navío, la gente come bocadillos y los reparte, hay vino en cubierta, cantan.

En el otro barco, por entonces o años después, el navío rompe las olas con estruendo y los niños se agachan para que los padres les eviten el encontronazo con la realidad de la noche, que parece anunciarles zozobra. Al final están en Gran Canaria, alguien los alerta de que están los riscos acechando.

El avión, en tiempo más cercano, aterriza cerca de Arrecife, la isla está recién nacida, hay aún hierba en los Jameos, acechan épocas nuevas en las Islas y por aquí un artista descubre, para el futuro, un renglón inédito del Archipiélago: el hombre puede dominar la tierra sin destruirla.

En La Gomera, donde habíamos estado, las cosas se notan quietas, el suelo es de arena, o de lodo si diluvia, la plaza de los Grandes Árboles es un lugar para la tertulia de los viejos, y una parranda aparece por la parte de arriba, los niños se suman a la fiesta, y un viejo que se llama Manuel dice en voz alta, dirigiéndose al que le ha quitado la guitarra:

- ¡La guitarra es mía, así que pongo los dedos donde me da la gana!

Las carcajadas entran por todas las rendijas de las calles, es de noche, pero eso se arregla con cuatro quinqués que alguien aporta. Hace frío, y luego hará más frío en Garachico, o en La Orotava, por donde vamos en las islas adentro hay frío por la noche, las casas están dotadas de quinqués y de paraguas, pero en las orillas, es decir, allí donde van creciendo los hoteles, ya hay luz eléctrica, farmacias, empiezan a llegar los extranjeros, el Archipiélago se hace mayor, los coches viejos se cambian por los nuevos, Canarias parece de otra manera.

Es de noche y hay luz, ya lo estamos viendo.

En otro barco casi de juguete vamos desde Lanzarote a Fuerteventura, y esta isla parece un lagarto recién descubierto por Miguel de Unamuno. Buscamos su huella y hallamos sus descubrimientos, que son, sobre todo, nombres propios, de los cuales hay uno que celebramos como los colegiales que somos: Tiscamanita.

En uno de los charcos de las playas grandes, donde un poeta, Pedro Lezcano, se pone a pescar con sus aperos, una de las chicas se cae de espaldas y está a punto de sufrir una herida en la cabeza. «El agua de la mar sana», dijo una de las maestras, así que la bautizamos con aquella sal improvisada, y todos los muchachos reímos, el susto ha pasado.

Cuando fuimos a Lobos todos estaban ya cansados de islas, de modo que uno dijo: «¿Y por qué no lo dejamos?». La misma maestra se mostró contrariada: «Nunca se puede abandonar», dijo, «la parte más fina de un archipiélago, el islote».

El que estaba encargado de tomar nota puso eso sobre el papel y me lo pasó, «pa que te enteres». Con la encomienda de saber de Lobos llegamos a bordo de la chalupa. En medio del islote, que era como el desierto menor de las películas, descubrimos un pequeño mar, como de juguete, así que aquel que se rio de la maestra entró, feliz, sus dedos desnudos, sus pies expuestos al fondo de aquel mar breve. Lo vi sangrar de inmediato, pues al chocar con el suelo halló una piedra que le sajó la planta del pie.

Vino a mí y me dijo: «No se lo digas a nadie, porque si me ven llorar me echan de la ex-cursión».

Un barco distinto nos llevó a Gran Canaria, aún estoy viendo, otra vez, las luces amarillas, tenues, casi avergonzadas, mientras llegamos a la otra orilla, veníamos de Tenerife. Las chicas se acomodaron luego, antes que nosotros, y se reían de los muchachos, pues éstos no sabían qué hacer en esa compañía. Éramos adolescentes, es decir, esperábamos que todo pasara hasta que fuera de día, pero había que salir a la noche, saber de qué color eran las estrellas, por qué había tanta risa en las habitaciones.

Lo que más me llamó la atención, al menos a mí, era el descubrimiento del aire en Tafira, cerca de donde mucho después supe que vivía el poeta Lezcano. Un aire fino, como superficial y hondo a la vez; me sometí a ese momento como quien halla un sanatorio para curar su asma, y me quedé dormido hasta que alguien me despertó para explicarme que las chicas, o los chicos, habían llenado las sábanas de pasta de dientes. Risas y más risas, el sonido de la noche.

Otra vez fuimos a El Hierro, donde acababan de matar a un médico, o a un farmacéutico. Cuando aún no has concurrido a la vida de adulto todo te viene como una apelación a la soledad de las preguntas: ¿por qué matan? José Padrón Machín, que era el portavoz de la isla, nos ilustró sobre las horribles andanzas de las personas malas, y yo le escuchaba tomando notas, como si esa fuera la primera lección que me deparaba la vida.

Él me enseñó el camastro donde pasó sus años de posguerra, y esa fue la otra lección que obtuve: los hombres encarcelan a otros hombres, la guerra dejó las Islas atemorizadas. Fui sabiendo de eso luego, al pasar por Jinámar o cuando supe de Fyffes. Fue amargo saber, en todas partes, del episodio tan duro que fue vivir para aquellos que ya no estaban o fueron asesi-nados.

Uno de aquellos días oí cantar a las palomas en la casa de un amigo que luego se hizo matemático. Él las acariciaba, zur, zur, zurita, zurita, igual que mi madre amaestraba las gallinas. Este viernes estuve en la plaza de mi pueblo. Allí veía cada día a un hombre, don Tomás, que nos arrullaba en el vaivén de sus columpios.

Creíamos que el mundo era cualquier sitio, y fuimos sabiendo que la vida adulta luego te obligaba a otras cosas. Esta tarde, cuando me puse a escribir, recordé que hace nada el viento era el viento, y ahora la carretera está llena de ventoleras falsas, enormes armatostes que sacan el aire de siempre y lo convierten en luz o alquitrán o cualquier cosa.

La próxima vez que vaya al mar o a los aviones, cruzando las islas una a una, buscaré la vieja ruta a ver si consigo, otra vez, escuchar el sonido de los pájaros que en aquellos tiempos le cantaban, sin cesar, al archipiélago.

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