Retiro lo escrito

Toletes

Pedro Sánchez.

Pedro Sánchez. / EFE/PSOE

Alfonso González Jerez

Alfonso González Jerez

La situación es tan peliaguda que este país corre el peligro de terminar pareciéndose a una novelucha de Fernando Vizcaíno Casas. No sé, Las autonosuyas, por citar alguno de esos espantos. A Carles Puigdemont se le ocurre, para empezar a hablar, que se pueda parlotear en catalán y vasco en el Congreso de los Diputados y el Senado y el Gobierno y las fuerza que lo apoyan se propinan un asombrado golpe en la frente. «¡Claro! ¿Cómo se nos había pasado?». Por supuesto el prófugo no entiende esto como una condición para apoyar la investidura de Pedro Sánchez. Sondea simplemente a ver por dónde salen. Y salen, por supuesto, por donde el líder de Junts per Catalunya desea. Como Sánchez sigue de vacaciones en Marruecos sale la vicepresidenta y eternamente Yolanda: «Me parece muy bien porque este país es plurinacional». En los más de veinte años que lleva Díaz en la vida pública –en el sindicato y en el partido, en Galicia y en Madrid– jamás ha reclamado tal cosa, como obviamente no lo ha hecho Félix Bolaños ni ningún otro de los negociadores que intentan ahora mismo tender puentes y avanzar acuerdos. Esa reivindicación se ha expuesto antes: en los tiempos iniciales del parlamentarismo democrático y luego, muy ocasionalmente, como acto político para escenificar diferencias o maltratos.

Lo más grotesco de todo esto reside en explicar que la prohibición de hablar en vasco, en catalán o en gallego en las Cortes es un reflejo del autoritarismo imperialista del ADN español. Incluso hay que escuchar a fervorosos memos argumentar que el vasco o el catalán son lenguas cooficiales. Y lo son, en efecto, pero en las comunidades autónomas en las que se habla. En las provincias como Orense, Alicante o Santa Cruz de Tenerife ni gallego, ni vasco, ni catalán son lenguas cooficiales. El español o castellano es el idioma que se habla en todos los territorios: la lengua vehicular que se practica en todas y cada una las comunidades autónomas. Si existe un idioma común, ¿por qué diablos fragmentar la comunidad de diálogo y deliberación que deben ser las Cortes empleando lenguas que no dominan la gran mayoría de los diputados y exigiría un pequeño ejército de intérpretes para un sistema de traducción instantánea? Les garantizo –por otra parte– que muchos diputados vascos y gallegos padecerían serias dificultades para hablar fluidamente en vasco o en gallego por una razón muy simple: no saben hablarlo.

Que España sea una pluralidad de naciones no es, como parece suponer la ministra Díaz, una evidencia mineralógica. Incluso las teorizaciones más inteligente e informadas al respecto –por ejemplo la siempre interesante obra de Xavier Domenech– terminan siendo inconvincentes. Domenech, en efecto, cree que un Estado ineficiente, centrípeta y conservador es incompatible con la plurinacionalidad española siempre coartada, incomprendida, perseguida. Lo que ocurre es que el doctor Domenech entiende que Andalucía, Galicia o Valencia son naciones: una afirmación –digamos– extraordinariamente discutible. Por cierto, ¿el valenciano es un idioma? ¿No exigiría de inmediato el señor Baldoví poder pronunciar sus chapuceros discursos en valenciano? ¿Y Murcia? El murciano tal vez no sea una lengua, pero por supuesto, es más que un dialecto. Tampoco podría negarse de buena fe que se utilizara el bable en el parlamento. Solo un fascista le negaría al bable estatura histórica y cultural para poder ser utilizado en el Congreso de los Diputados. ¿Y el canario, ese español atlántico tan peculiar, tan solo parecido a sí mismo, tan idiosincrático? El canario puede y debe estar, entre otras cosas, porque suele ser la única lengua que hablan nuestros diputados. Sería la única razón que me convencería para intentar ser diputado, conseguirlo, subir a la tribuna de oradores y afirmar: «Pero qué irremediables toletes».

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