Reflexión

Educar en valores

La profesora Mónica Mª Martínez Sariego en su despacho en la ULPGC.

La profesora Mónica Mª Martínez Sariego en su despacho en la ULPGC. / LP/DLP

Emilio Vicente Matéu

Emilio Vicente Matéu

Comienza un nuevo curso académico y con él regresa también la curiosidad por conocer las manos que recibirán a nuestros hijos en la escuela y una cuestión recurrente que habrá de ser el eje sobre el que gire toda la tarea educativa: la necesidad de educar en valores. Una expresión que suena bien y a la que poco cabe objetar.

Aun así, cuando escucho hablar sobre la educación en valores, a veces me echo a temblar. Porque si analizamos dicha expresión con sentido crítico, hemos de concluir que afirmar eso es decir casi nada, porque necesitaríamos aclarar previamente qué entendemos por valores y, sobre todo, a qué valores nos estamos refiriendo; qué procedimientos se ha previsto para este proceso educativo y quiénes serán los agentes que lo lideren; qué estilo pedagógico y qué perfil personal adoptaremos como educadores. Solo entonces podremos saber lo que significa eso de educar en valores.

Entendemos por valores esas cualidades, principios o virtudes, innatos o adquiridos, que nos motivan e impulsan a actuar de una forma determinada. Constituyen una especie de subpersonalidad que nos define y polariza nuestro comportamiento. Al menos teóricamente y en la medida que los valores resulten positivos, habrán de ayudarnos a crecer interiormente y alcanzar un grado de madurez adecuado, tanto en el ámbito personal como en nuestra dimensión social. Su logro podrá facilitarnos el camino hacia la satisfacción interior y un sentimiento de felicidad en nuestra vida cotidiana, en la configuración de la propia identidad, en la proyección profesional y laboral, en la dinámica del entorno familiar, etc. Evidentemente no estamos ante una cuestión baladí sino ante algo primordial en nuestra responsabilidad como personas.

Resulta que, consciente o inconscientemente, toda persona diseña su propia escala de valores para sí misma o para educar a los suyos; pero por muy valores que nosotros los consideremos, posiblemente no serán los mismos que puedan estimar los demás; incluso muchos podrán valorarse como referencias contradictorias entre unos y otros. Por ejemplo, no faltará quien estime como valor prioritario alcanzar altas cotas de poder político, económico o social, mientras otros prioricen la austeridad, la privacidad y el sosiego. Por ello, cuando nos referimos a la educación en valores en el ámbito escolar, resulta imprescindible un consenso social que armonice los valores comúnmente aceptados con otros que se refieran más directamente al ámbito personal o familiar.

Dicho esto, y con el riesgo de adentrarnos en un terreno con tantas opciones individuales acreedoras de respeto, podremos convenir que, juzgando por la experiencia de los resultados, no todos los valores son igualmente constructivos, porque destacan y merecen mayor atención los que permiten evolucionar y madurar como personas, como son aquellos que, a nivel individual, aluden al desarrollo de nuestras competencias, al sentido de la responsabilidad o al amor a la verdad, entre otros; y si nos situamos en el plano de la convivencia, no está de más poner en valor los que pueden configurar el crecimiento en el marco comunitario en que nos desarrollamos los humanos, como el respeto, la tolerancia, la solidaridad, la capacidad de perdón y concordia y la prioridad del bien común sobre nuestros intereses particulares.

Somos conscientes de que los códigos éticos o morales de comportamiento que configuran nuestra escala de valores, nunca son neutros y pocas veces eternos, porque es cierto que la perspectiva de las situaciones puede matizarlos e incluso redefinirlos, según las circunstancias de tiempo y lugar. Por ello es importante también aceptar como un valor necesario la capacidad de discernimiento desde una conciencia recta, que nos permita distinguir lo accesorio de lo principal, lo efímero de lo permanente, lo necesario de lo prescindible.

Pero nos falta un aspecto sumamente importante referido a quién corresponda definir nuestra escala de valores. A nivel personal y como decíamos, cada cuál diseña la propia escala, aunque tal diseño nunca estará resuelto de por vida; la propia vida, la convivencia, la experiencia o las nuevas referencias, nos ayudarán a perfilar el camino más personal a lo largo de los días, siempre con el objetivo último de poder alcanzar nuestra propia dignidad en comunión con la dignidad de los demás. Pero refiriéndonos a nuestra responsabilidad como padres no podemos olvidar la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que en su artículo 26.3 dice claramente: Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos. De donde deducimos que la educación en valores que se propone en el acompañamiento de los menores, ha de pasar necesariamente por el tamiz de los criterios de los padres, salvo que estos se manifiesten con probada ineptitud y falta de respeto a la dignidad que se reconoce a toda persona, o hagan dejación de su responsabilidad como buenos padres según los esquemas comúnmente aceptados.

Y ante eso también nos preguntamos cuál sea el papel de las instituciones respecto a la educación en valores de los ciudadanos, pequeños o grandes, de la que tanto nos hablan. Las instituciones reciben el mandato de velar para que aquellos valores que han sido consensuados para definir el perfil de nuestra sociedad, como son los valores constitucionales o las declaraciones universales, no se encuentren ignorados o alterados por ideologías sorevenidas, sectarismos o intereses espurios; siempre dando por supuesto que los poderes públicos, y aun los estados, no colisionen con aquellos que los ciudadanos asuman desde la propia conciencia. Pero como principio digno de respeto, las instituciones deben proteger el derecho de las personas o de los grupos sociales para que puedan ejercer este derecho que se les reconoce a establecer y vivir la escala de valores en la que desean educar a los suyos, siempre que no vulneren el recto devenir de la convivencia o de las personas.

Reconozco que estamos ante un asunto sumamente sutil y que se presta a diversos tipos de consideraciones. Pero si asumimos como principio y meta que esos valores pretendidos hayan de valer realmente para hacernos mejores personas y conseguir una sociedad mejor, seguro que iremos por el buen camino. Claro que sí; hay que educar en valores y este es un buen momento para cuestionarnos y respondernos: ¿En qué valores?

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