Reflexión

La curiosidad del corderito

Emilio Vicente Matéu

Emilio Vicente Matéu

En mi época de juventud fui lector casi habitual de La Codorniz, aquella revista que se autodenominaba como «la más audaz para el lector más inteligente». Y de tan lejanos años recuerdo una viñeta en la que aparecía un corderito que miraba a otro cordero adulto mientras le preguntaba: Papá; ¿qué significa «no»? Siempre entendí que la curiosidad del animalito era una expresión muy acertada de lo que supone el despertar de la vida, del conocimiento, de la autonomía intelectiva y, en definitiva, el desarrollo de la libertad de pensar y decidir.

No he podido evitar la cita, porque cuando alardeamos de criterio en nuestro proceder diario así como en el universo de la educación, basados supuestamente en el respeto a la libertad de los individuos, en la autonomía de su pensar y muy principalmente en la educación para la democracia, nos quedan demasiadas dudas sobre si caminamos realmente por rutas con destino cierto o si, más bien, estamos sometidos a una especie de burundanga mental que domeña nuestros sentidos y lo que nos quede de voluntad; y ello en virtud de lo que contemplan nuestros ojos sorprendidos apenas echemos una mirada a nuestro entorno.

Pienso en esto cuando me sorprende lo dúctil que es la opinión de personas consideradas probas y referentes sociales, profesionalmente e incluso políticamente hablando en razón de la representación que asumen de nuestra sociedad, según su forma de comportarse a vista de todos. Igualmente ocurre cuando asistimos a opciones sociales generalizadas, comportándonos unos y otros según lo que antaño calificábamos como conductas veletas por el giro que han podido sufrir según fuera el soplo de los vientos.

Mi duda es así de rotunda ¿Cómo es posible que tantos insignes personajes manifiesten tanta uniformidad en sus decisiones cuando se refieren a un asunto determinado cuando al momento siguiente defienden lo contrario? ¿Cómo es posible que un gran sector de la sociedad profese un seguidismo servil a sus líderes, aun cuando los compromisos adoptados puedan abocarlos al ridículo contradictorio más lacerante? ¿Cómo es posible que personas de criterio reconocido, formado y contrastado en el tiempo, afirmen que asumen y defienden algunas posturas pinzándose la nariz, porque así lo ha decidido otro, como si esa forma de actuar domesticara las conciencias? Sinceramente, me parece un ejemplo claro y penoso del deterioro al que puede llegar la dignidad humana a juzgar por la toma de decisiones a que se ve abocada.

No lo entiendo, no los entiendo y no me entiendo cuando me sorprendo a mí mismo en esa dinámica vergonzante. Me pregunto ¿Dónde está el criterio? ¿Dónde están nuestros valores y nuestros principios; tan lábiles son? ¿Dónde está el fundamento donde reside realmente la fuerza de la democracia? ¿En qué consiste la libertad que ha de proteger el derecho a decidir de cada cual en todo momento? ¡Ah, la libertad! otro día la miraremos de frente. No puedo evitar mi desazón cuando contemplo los escaños de los parlamentos votando al ritmo que marca el maestro de ceremonias de cada partido, o cuando otras instancias del estado permanecen atentas sumisamente a la voz de su amo, que es quien reparte prebendas y distinciones, o cuando todo un sector de la sociedad se apunta a eso de cambiar de opinión porque es lo que ahora se lleva. Entonces me pregunto por el valor de la palabra dada, por la credibilidad de tantas promesas, por nuestro mundo de valores, si luego nos da igual hablar de la gimnasia que de la magnesia; porque al fin todo parece depender de encontrar un vocablo que suene bien, y una audiencia domesticada que no quiera plantearse la pregunta del corderito.

En lo que a mí respecta, prefiero la impertinencia de los niños cuando, una y otra vez, cuestionan todo y preguntan por todo, porque en esa curiosidad asoma la personalidad emergente y el cimiento de su libertad; y prefiero también el inconformismo de la juventud cuando tiene ante los ojos un ideal por el que se arriesgan incluso hasta límites temerarios, aunque desde la distancia de los años nos parezca que persiguen una ilusión imposible. Y, en consecuencia, de momento me quedo con la pregunta del animalito y espero que nunca se borre de mis labios, pese a rozar por momentos el empecinamiento menos apetitoso. Si luego hemos de entrar por el aro, pues no quedará más remedio que doblar el espinazo y asumir las consecuencias lógicas de los postulados fundamentales que rigen nuestro pacto político y social. Pero no renuncio a poder decir no, sobre todo cuando desconozca qué significa lo que desean transmitirme, o la razón de lo que ha cambiado para que donde antes se decía digo, ahora me digan Diego.

Respetando el pensamiento y la voluntad de quien se conforma con pronunciar el sí de los más conformistas o de quien prefiere ofrecer confiadamente el óbolo de su asertividad incondicional, por favor, ayúdenme a comprender el alcance de mi no. Quizás luego coincidamos en nuestras conclusiones, o a lo mejor no.

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