Retiro lo escrito

Minutos de Saavedra

Jerónimo Saavedra.

Jerónimo Saavedra. / C. P. L.

Alfonso González Jerez

Alfonso González Jerez

En su maravilloso Manual del distraído Alejandro Rossi dedica un ensayo a Borges y cita, entre la oceánica bibliografía acerca del maestro argentino, un texto titulado Mi nota triste: dos minutos y veintiocho segundos con Jorge Luis Borges. Lo único que no perdono a Rossi es que no facilite el nombre del autor, además del título. Pues bien: yo tuve numerosos dos minutos y veintiocho segundos con Jerónimo Saavedra, acompañados de dos o tres conversaciones extensas tan gratas como absolutamente carentes de sentido.

Me cuesta muchísimo recordarlo, pero ya Jerónimo era Saavedra, es decir, el mito archipielágico Saavedra, el primer presidente de la autonomía que él contribuyó a articular, y el único que sabía alemán e italiano, el único que leía a Thomas Mann y a Rilke en los originales y que disfrutaba de las óperas de Wagner sin padecer escoliosis posteriormente, el único que podías ver, no sé, en una exposición de Martín Chirino. No creo que se repita. La cultura, entre los políticos, ya no tiene siquiera un valor ornamental. El mito Saavedra, además, también se abonó con burlas y desprecios. No merecen ser recordadas, pero algunos políticos, en esos denuestos repugnantes, se burlaban abiertamente de cualquier afición cultural como signo de debilidad, como una anomalía que –como la homosexualidad – merecía ser corregida. La política era cosa de machos: no sabían mucho de Historia. Ahora ni siquiera existe eso, la cultura, bah. Cuando ayer escuché varias veces, en los panegíricos cacareados por todos, que Saavedra era un hombre muy culto me maravillé porque cada uno de los políticos y políticas que lo proclaman reconocían implícitamente que ellos no lo eran. Un tipo que sabe idiomas, lee, es capaz de escuchar horas de música. En nuestro actual ecosistema político eso se aproxima a una bestia inconcebible, aterradora.

En el recuerdo estaba Jerónimo en la mesa de un hotel postinudo, sí, quizás por entonces ministro o quizás senador, Jerónimo siempre fue algo, siempre estuvo en alguna plateada hornacina, por las buenas o por las malas, por las mejores o por las peores, porque le gustaba seguir jugando al juego que más le gustaba, que no eran los sonetos ni las sinfonías, sino el poder y la información, la información del poder y el poder de la información, lo que no excluía, por supuesto, la chismografía. Como la mayor parte de las personas inteligentes que he podido conocer, Saavedra adoraba la chismografía atenta y maliciosa y la cultivaba con fruición. Era un maestro del chisme destructivo y tenía una habilidad particular para describir satíricamente a cualquiera en pocas palabras, y muy especialmente, a sus compañeros de partido. No hablé en esa ocasión demasiado. Acompañaba a un compañero que se pudo hablar con Jerónimo ese lenguaje críptico que utilizan político y periodista para acordar crucificar a alguien sin mencionar siquiera su nombre. En un momento nado el senador o ministro o alcalde o diputado se me quedó mirando y me dijo:

-Tú eres un anarquista.

-¿Disculpe?

-Que eres un anarquista. Lo que te gusta no es hacer crítica, sino disparar en todas direcciones.

- Ah, entonces estamos ya todos en la mesa.

Se me quedó mirando con los ojos azul verdosos o quizás marrones. Era la mirada de quien, sin prescindir nunca de la sonrisa, no estaba acostumbrado a hacer prisioneros. Muchos años después, ya un anciano patriarcal, compañero y benévolo, tomó la costumbre de llamarme a primera hora de la noche: se mantenía lúcido y todavía leía con cierta avidez y atesoraba una memoria creativa: lo poco que no recordaba lo inventaba sin mayores problemas de conciencia. Le recordé esa acusación de anarquista y casi le escuché sonreír:

-Ya no tienes que preocuparte por eso. Ya eres mayor y todos terminando siendo anarquistas.

Suscríbete para seguir leyendo