Retiro lo escrito

El asesino centenario

Alfonso González Jerez

Alfonso González Jerez

Cuando recibió el diagnóstico de un cáncer mortal, Christopher Hitchens pensó, atónito, que lo más probable es que muriera antes de Henry Kissinger, a quien había denunciado inmejorablemente en uno de sus espléndidos libros. Por entonces el ex secretario de Estado ya tenía ochenta y tantos años y seguía sin rozarle, como ocurrió hasta el final, ni un solo folio salido de un juzgado. El suyo es un caso prodigioso de impunidad mantenida durante medio siglo. Un fracaso político y cívico. Un fracaso del Estado de Derecho. Un fracaso de la verdad y de la justicia. Porque Kissinger derrotó ampliamente a la decencia, a la honradez, al sistema judicial, a los cimientos de la democracia estadounidense, a cientos de miles de muertos que contribuyó a desollar, hornear, enterrar. Me gusta soñar –como hizo Hitch– con que algún día, en Suiza o en Ulan Bator, se abra una cámara acorazada y descubramos la información de la que disponía Kissinger sobre reyes y exreyes, presidentes y expresidentes, ministros y exministros, jueces federales y fiscales estatales, traficantes de armas y consejeros delegados. La muy próspera consultoría que fundó y funcionaba bajo su nombre se ocupaba tanto de captar recursos económicos como de cosechar información delicada. Kissinger era un viejo árbol centenario de oscuras raíces y ramas pesadas que no convenía menear: te podía caer encima la peor de tus pesadillas.

Acabo de leer varias estólidas necrológicas sobre Kissinger y lo más repetido –y a la vez más repugnante– es eso de un legado lleno de luces y sombras. No existe tal legado y las luces son pura fraseología que solo proviene de la ignorancia cateta o de la complicidad. Para colmo este criminal, que jamás brilló como académico ni intelectual, le cogió gusto a escribir, y a veces no se le daba mal. Yo sospecho que lo hacía –aun– pensando en alemán, al igual que su inglés hablado nunca superó del todo un ligerísimo acento de su lengua materna. Algo germánico había, en todo caso, en su gusto por las síntesis descriptivas y los aforismos. No fue un teórico brillante –simplemente readaptó viejos principios de la acción diplomática, como el realismo más mendaz y barbárico, al mundo bipolar y nuclearizado posterior a la II Guerra Mundial– ni un estratega particularmente astuto –o se conseguía un consenso básico sobre el equilibrio entre superpotencias nucleares o todo podía irse al diablo en un cuarto de hora–. Lo más asombroso es que un diplomático que se equivocó una y otra vez en su supuesta defensa de los intereses norteamericanos –como hizo en el Sureste asiático– sea considerado por una legión de papanatas como un genio visionario. Tan asombroso como conseguir el premio Nobel de la Paz por retirarse de Vietnam del Norte pocos años después de haber saboteado las negociaciones de la administración Johnson con el gobierno vietnamita para firmar un armisticio definitivo. Es una prueba magnífica de que en política exterior existían y han existido siempre varias opciones y no una única estrategia –como sostenía Kissinger– basada en un fantasioso «pragmatismo inteligente». Una potencia hegemónica que invade territorios, propicia y hasta financia golpes de Estado y vulnera sistemáticamente la legalidad internacional a escala cuasiuniversal termina por hacerse odiosa. Los resultados de esa arrasadora voluntad de poder y control de estados y pueblos (el militarismo exacerbado, el peso de las agencias y servicios secretos fuera de control parlamentario y judicial) impactaron de lleno en la salud de la democracia estadounidense. A principios del siglo XX un anciano escritor, Mark Twain, ya había sentenciado que no se podía sostener una república democrática en casa y al mismo tiempo crear un imperio en el mundo. Kissinger es uno de los máximos responsables del iracundo rechazo que ha causado y sigue causando los Estados Unidos en todo el planeta. Jamás se odió tanto a los estadounidenses y a su gobierno como a partir de la etapa del tramposo Richard Nixon en la Casa Blanca.

Kissinger, delincuente servidor de delincuentes, ha vivido cien años y ha muerto en la cama de su mansión de millonario elogiado por los poderosos. Sus víctimas seguirán pudriéndose en el silencio de la impunidad de un canalla excepcional.

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