Reflexión

Puigdemont, el demonio que conoces

El expresident de la Generalitat, Carles Puigdemont.

El expresident de la Generalitat, Carles Puigdemont. / EFE

Francisco J. Bastida

Francisco J. Bastida

El Tribunal Constitucional ha interpretado desde siempre que del principio de no retroactividad de las normas sancionadoras no favorables (artículo 9.3 de la Constitución) se deduce el contrario, es decir, que las normas sancionadoras favorables han de ser retroactivas. Es una conclusión poco meditada, que se trasladó sin más al artículo 2.2 del Código Penal y que debería repensarse.

Estudios de psicología social demuestran que nos comportamos de manera diferente según podamos conocer o no a las personas que son objeto de actuación del poder público y más aún si se trata de aplicar una norma penal. Nuestra percepción y reacción no son las mismas si son identificables los delincuentes y sus víctimas, que si son una mera hipótesis estadística en la aplicación futura de la norma. La ley del solo sí es sí, es un ejemplo claro. Que en adelante la pena para un violador se fije en ocho años en lugar de diez, no genera la misma contestación social que si los que ya están condenados por ese delito ven rebajada su pena o salen anticipadamente de la cárcel debido al efecto retroactivo de esa norma.

Este automatismo en la retroactividad de las disposiciones sancionadoras favorables puede ser contraproducente en la política criminal del legislador. Así, la supresión del delito de sedición, o al menos su reformulación, era conveniente a la luz del derecho comparado, pero supuso de inmediato que los dirigentes del proceso independentista en Cataluña investigados por ese grave delito dejasen de serlo. La reacción ante su derogación no hubiera sido la misma si la ley no se hubiese proyectado sobre el pasado, sabiendo de antemano que Puigdemont y compañía serían sus beneficiarios. Conclusión: la decisión sobre la retroactividad de las normas sancionadoras favorables debería ser competencia del legislador.

Cualquier ley de amnistía siempre se encuentra con el grave problema jurídico de justificar por qué excepcionalmente se deja de sancionar aquello que el propio legislador sigue considerando condenable con carácter general. Continúan existiendo, por ejemplo, los delitos de homicidio o de desórdenes públicos, pero se amnistía a quienes los han cometido en determinado periodo de tiempo y bajo concretas circunstancias e intencionalidad. El interés general, la búsqueda de una convivencia democrática o la paz son argumentos que se esgrimen para el encaje constitucional de esa medida de gracia. Sin embargo, el principal problema es de tipo social y político.

Por su propia definición una ley de amnistía es retroactiva; no regula situaciones futuras. Su objeto es, por las razones acabadas de apuntar, exonerar de responsabilidad penal a determinadas personas que han delinquido o que están siendo investigadas por ello. Por tanto, las personas beneficiarias son identificables y las víctimas las conocen. Esto genera siempre una gran controversia social y política. Las víctimas y sus allegados –piénsese en amnistías a asesinos y a torturadores– no aceptan que sus agresores, con nombres y apellidos, queden libres o vean rebajada su pena. En el caso de la amnistía que ahora se promueve en el Congreso, el proceso independentista supuso una quiebra de la convivencia entre catalanes y entre Cataluña y el resto de España. Más allá de víctimas concretas, hay mucha gente que sintió ese desafío a la soberanía nacional como una ofensa propia y le cuesta aceptar, o directamente rechaza, que el protagonista que incendió la convivencia social e institucional regrese en libertad sin cargos y con la provocativa bravuconada de que no renuncia a volverlo a hacer.

La ley de amnistía, con algunos cambios, acabará siendo constitucional, incluso puede que beneficiosa, pero es difícil no querer mandar al infierno al demonio que conoces.

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