Reseteando

Cartas amables de Hacienda

Me presenté en el negociado como Rigoberto Estupiñán, escribiente de cartas amables, dando carácter oficial a la obtención de la plaza con la presentación del pliego de nombramiento

Imagen de archivo

Imagen de archivo / La Provincia

Javier Durán

Javier Durán

Tras el consejo del catedrático de Columbia, experto en Moby Dick, decidí presentarme a la oposición de redactor de cartas amables de Hacienda, medida anunciada por la consejera Matilde Asián con el objetivo de convencer a todo quisque de que debe pasar por caja. El cometido me pareció sumamente misional: nada de presión, ni interpretación de datos, sino crear conciencia a través de la prosa.

Se me antojó algo muy parecido a la labor periodística, que había abandonado como consecuencia de la crisis del papel y por la decadencia de las cabeceras dirigidas por poetas bohemios. El primer día de trabajo el cielo estaba gris. Me presenté en el negociado como Rigoberto Estupiñán, escribiente de cartas amables, dando carácter oficial a la obtención de la plaza con la presentación del pliego de nombramiento.

El superior quedó sorprendido al verme con una estilográfica, folios y sobres sin la imagen corporativa de la Consejería. Me había incorporado pertrechado con el mismo material que utilizaba para atender las relaciones epistolares, pese al final cada vez más cercano del hábito. De hecho, le confesé a un funcionario aburrido que me encontraba allí, en parte, para que esa llama no se apagase.

Sin atender al preceptivo horario, seguía hasta altas horas de la madrugada hundido en el quehacer, mezclando el tono institucional, coactivo, con guiños literarios de creación propia, a veces con un tuteo que no procedía, pero que me hacía inmensamente feliz. No sé la razón. Enseguida el despacho se llenó de sacas y sacas, hasta el punto que amanecía y continuaba allí obsesionado con la lectura de las misivas.

Eran tan amabilísimas que estos remitentes, estimulados por las mismas, habían retornado a la escritura. La incidencia fue que los jefes tocaron a rebato por la baja recaudación del IGIC. Me abrieron un expediente disciplinario por sobrepasarme con tanta «amabilidad edulcorada», según la valoración emitida por un funcionario del grupo A lleno de manías. Me han sugerido una baja por trastorno de personalidad, y han ordenado que me trasladen a una biblioteca una vez me restablezca.

Suscríbete para seguir leyendo