Opinión | Un carrusel vacío

Volver al pueblo

No sé dónde escuché que las vacaciones de Semana Santa son para ir al pueblo. Me parece una afirmación muy razonable desde el punto de vista de los «urbanitas» que tenemos la fortuna de contar con un lugar al que llamar «mi pueblo», aunque, como me ocurre a mí, sea más de Madrid que la Cibeles.

«Mi pueblo» es, en realidad, el de mi familia materna: Villafranca de los Barros, en Badajoz. Un rincón bastante infravalorado de la geografía española, puesto que se trata de una provincia con numerosos atractivos culturales, rurales y gastronómicos, que realmente no tiene nada que envidiar a la zona de Cáceres, aunque no mucha gente lo sabe. Mi pueblo, en la distancia, es un conjunto de casitas mayoritariamente blancas, rodeado de encinares y coronado por la torre del campanario de Nuestra Señora del Valle, una iglesia de estilo gótico tardío que debió de ser muy bonita. En algún momento, creo que antes de mi nacimiento, alguien sin sentido de la estética ordenó cubrir la piedra original del monumento con una capa de horripilante pintura de color salmón.

Villafranca tiene naranjos, parques donde, de niña, capturaba caracoles en los días lluviosos, y un mercado conocido como «la Plaza», que se parece a esos mercados que hace unos años existían en las grandes ciudades y que ahora se están reconvirtiendo en conjuntos de restaurantes y locales de experiencias culinarias a los que acuden los bohemios. En el de Villafranca todavía hay fruterías y carnicerías donde compramos chorizo picante y caldillo, que es algo parecido a la «manteca colorá» andaluza, pero con más chicha. El terror de los veganos. Existe también un cementerio con un monumento a las víctimas de la Guerra Civil y del franquismo –allí la represión fue brutal–, y un vigilante al que no conozco, pero que cumple a rajatabla los horarios de cierre y apertura. Hace dos años, no se dio cuenta de que todavía quedaba gente y cerró la cancela. Nos vimos obligados a saltar la tapia para no tener que pasar toda la noche en el camposanto. Fue una aventura muy novelesca.

Y hablando de aventuras, mi madre siempre cuenta una historia que sucedió allí en la década de los cincuenta. Por lo visto, en el Colegio San José –un famoso colegio de jesuitas al que acudían niños de familias adineradas y nobles–se celebraba una fiesta, y uno de los alumnos desapareció. Buscaron por todas partes y no había ni rastro de él. Unos días más tarde, apareció en el pozo del patio, donde ya habían buscado. Estaba desangrado. Dicen que la familia se mudó a Sevilla y no volvió a saberse más del asunto. A veces me pregunto cuánto hay de realidad y cuánto de leyenda en esa historia, porque no he sido capaz de encontrar en Internet ninguna referencia al suceso. Tal vez algún día me dé por investigar más a fondo.

Cuando íbamos al pueblo en familia, hacíamos excursiones aquí y allá todo el tiempo: Jerez de los Caballeros, Zafra, Monesterio –con su jamón–, el castillo de Feria, la sierra de Hornachos… Quizá por eso nunca me dio tiempo a hacer amigos. Bueno, por eso y porque yo no era demasiado amistosa. Alguna noche de verano, mientras mis padres tomaban un cubata en una terraza, me animé a jugar con unas niñas que me parecieron bastante repipis. Y poco más. Seguro que había chiquillos muy majos, pero yo no los descubrí. Cuando mis coetáneos hablan de sus respectivos pueblos –que suelen ser los de sus padres–, describen entrañables aventuras con pandillas de amigos y hallazgos prohibidos en la capital, amores de verano... «Los amigos del pueblo» constituyen un pilar fundamental en casi todas las biografías de los niños de los noventa; no así en la mía.

En Semana Santa, los pueblos acogen a todos los exiliados voluntarios que se marcharon persiguiendo nuevos horizontes laborales y también a aquellos antiguos niños noventeros que ahora van con sus parejas y hasta con sus hijos, quienes escucharán dentro de poco el relato de las aventuras infantiles y adolescentes de sus padres: las verbenas, las primeras borracheras, el primer beso…

Yo vuelvo también al mío, con otras aventuras muy distintas en la memoria, aunque «Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos», como diría Neruda. Y a veces encuentro rincones y luces que sobreviven al tiempo: la churrería donde íbamos con mi abuelo, los merengues de la pastelería Falces, los atardeceres con la música de las cornetas de las procesiones de fondo, los encinares que se extienden hasta el infinito. Aunque conocer mundo sea una cosa muy emocionante, soy partidaria también de regresar, de vez en cuando, a los lugares donde una vez fuimos tan felices.

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