Opinión | Desde la ciudad arzobispal… (XLIII)

Antonio González Padrón

El doctor Antonio Monroy

Hace ya bastantes años publiqué una historia sesgada de la medicina en Telde. A través de ella dimos a conocer la vida y obra de mujeres y hombres que, en el campo socio-sanitario, habían destacado en esta comarca sureña (reclamo para Telde esa posición cardinal, pues no en vano así nos sentimos, aunque algunos se empeñen en sacar adelante una más que ficticia comarca Este de la que nunca tuvimos noticia en Gran Canaria).

Los años pasan, la mayor parte de las veces, más rápido de lo que nosotros mismos somos conscientes. Pero ese mismo tiempo al que tanto odiamos cuando se va, también lo amamos mientras lo vivimos. Personas y cosas nos son coetáneas, ni aquellas ni estas nos parecen imprescindibles mientras existen, mas cuando nos abandonan sentimos un profundo desasosiego cargado de añoranzas. Este es el caso de ciertos profesionales con los que hemos tenido cercanía, cargada esta de admiración, respeto y por qué no, cariño.

Don Antonio Monroy Pérez, nacido en Sardina del Sur, en el municipio de Santa Lucía de Tirajana, en el seno de una familia de agricultores, fue un párvulo despierto, extrovertido, juguetón, dicharachero. Su familia sabía de sus dotes y sus profesores también, así que lo animaron para estudiar una carrera universitaria, decidiéndose por la Medicina. Después de cumplimentar los diferentes cursos académicos con brillantez, pasó a ejercer en la ciudad de Telde, a la que amó profundamente y a la que entregó la totalidad de su vida, tanto particular como pública. En una casa de bellísimo ejemplo del neocanarismo, existente entre la calle Pérez Galdós y Sabandeños (antigua Defensores del Alcázar), tenía su vivienda familiar, así como su consulta particular.

Su jornada laboral comenzaba al alba, pues ya a las ocho de la mañana llegaba a la sede teldense de la Seguridad Social, permaneciendo allí unas cuantas horas. Sus pacientes eran tantos que difícilmente podía atenderlos a todos en aquel horario, por lo que los invitaba a pasarse por la Casa de Socorro para atenderlos sin que ello llevase gasto alguno. Siempre de buen humor. Se cuenta que un día llegó a aquella consulta y viendo el número tan alto de pacientes, con voz en grito les dijo: ¿Cómo están ustedes? A imitación de los célebres payasos de la tele y al contestar aquellos ¡Bieeeeeen!, él sentenció: y entonces, ¿para qué coño han venido, a noveleriar? Las risas se hicieron sentir en toda la sala de espera.

En otra ocasión, estando de guardia en la Casa de Socorro le llegó una angustiada madre que repetidas veces le decí: ¡Es mi hijo, que se ha caído sobre una tunera y mire usted como está todo lacerado el pobrecito!, a lo que el galeno, lleno de paciencia, le decía: Pase usted señora. A la tercera vez le dice con todo aplomo ¡Señora! ¿no ve usted que tardo menos en hacerle uno nuevo que en arreglarle éste? En su consulta particular un niño era reacio a abrir la boca para que él le auscultara sus amígdalas y el buen doctor no tuvo otra ocurrencia que ofrecerle un baifo blanco si se prestaba a dejárselas observar.

El ingenio, el gracejo y la inteligencia, eran las armas sutiles con que este pequeño hombre en estatura y grande en corazón, ganaba a todos.