Opinión | Un carrusel vacío

Por debajo del olvido

No hay peor ausencia que la de contemplar el cuerpo que siempre hemos querido y donde ya apenas habita un alma, porque ese cuerpo se ha olvidado incluso de sí mismo

Una paciente con alzhéimer, haciendo terapia en un centro de día.

Una paciente con alzhéimer, haciendo terapia en un centro de día. / F. CALABUIG

«Hay quienes imaginan el olvido / como un depósito desierto / una cosecha de la nada / y sin embargo / el olvido está lleno de memoria». Estos versos pertenecen al poeta uruguayo Mario Benedetti (1920-2009), que tuvo que convivir en sus últimos años con la terrible enfermedad de alzheimer que sufría su esposa, Luz López Alegre. Ella fue el amor de su vida. Un reciente documental de Andrés Varela refleja la historia que comenzó cuando ella tenía doce años y él, catorce. Se casaron en 1946. Benedetti, sesenta años con Luz, se suma a la tendencia actual de reivindicar a las mujeres de artistas reconocidos y su papel fundamental en la carrera de estos. Luz, además, poseía un gran talento como pintora, pero nunca se preocupó de mostrar al mundo su propia obra. El amor que compartían sobrevivió incluso a la forzosa separación cuando, en 1973, un golpe de Estado en Uruguay obligó a Mario a exiliarse. En la distancia, él la soñaba y le dedicaba todos sus poemas. Cuando por fin pudieron volver a estar juntos, su residencia estaba entre Montevideo y Madrid. Luz adoraba Madrid.

Tantos años y aventuras compartidas terminaron bruscamente cuando ella fue diagnosticada de alzheimer: «esa enfermedad misteriosa / tan maldita que me la quitó sin más de entre los brazos / la cambió en otra imagen / otra voz / otro cuerpo / otras manos», escribió Benedetti en su poemario Canciones del que no canta, que fue publicado poco después de morir Luz, en 2006. En esta obra, reflexiona sobre la ausencia y el olvido: «qué podemos hacer con las ausencias / es imposible defenderse de ellas / están ahí deshilachadamente / cual fantasmas sedientos de vivir / o crepúsculos huérfanos de noche». Quienes hemos vivido muy cerca de un ser querido afectado por esta enfermedad o alguna parecida, nos identificamos terriblemente con estos versos. No hay peor ausencia que la de contemplar el cuerpo que siempre hemos querido y donde ya apenas habita un alma, porque ese cuerpo se ha olvidado incluso de sí mismo. No existe constancia más estremecedora que la de un padre olvidando el nombre de su hijo o el del amor de su vida. Y después llega la otra ausencia, la física, y ni siquiera nos queda un cuerpo.

Al descubrir la historia de Mario y Luz, recordé la de otra pareja de artistas, Rafael Alberti y María Teresa León. Cuando en los ochenta regresaron a España, después de un largo exilio, la genial escritora ya estaba muy afectada por el alzheimer. Pasó sus últimos años en una residencia; ella, que había escrito Memoria de la melancolía. Parecía una burla del destino. «Vivir no es tan importante como recordar», escribió. La memoria, en efecto, es lo que nos confiere humanidad. Sin recordar, seríamos recipientes vacíos que realizan las funciones vitales de manera automática. Cuerpos deshabitados. Por eso es tan triste asistir a la desmemoria de un ser querido, mirar sus ojos y no hallar en ellos el brillo de la vida. Somos nuestra memoria, en un sentido personal e histórico. Cuando mis alumnos me preguntan por qué tenemos que conocer la vida de gente que ya está muerta, les explico que, si hemos llegado hasta este punto, es gracias a ellos, a los muertos. Olvidarlos sería sumirnos en una voluntaria ignorancia.

Experimentar de forma muy cercana un proceso de desmemoria te modifica inevitablemente, destruye tus esquemas más profundos. Yo, que siempre había querido creer en la supervivencia de algo parecido al alma tras la muerte, miraba a mi padre, tan enfermo, y me preguntaba dónde podía estar su alma. Mi teoría, meramente intuitiva y compartida tantas veces con él, se desmoronaba por momentos. Su alma ya no parecía estar allí. Es como si los enfermos dejaran de ser ellos mismos, cambiaran «en otra imagen», como decía Benedetti. Hay instantes de lucidez, claro. Brillantes cometas en medio de tanta oscuridad. A menudo, se relacionan con la música. Algo que siempre me ha fascinado es el efecto que esta causa: una especie de magia que los empuja a regresar, durante unos instantes, de esos mundos tan lejanos, inaccesibles para nosotros. Decía Jim Morrison, el vocalista de The Doors, que después de un inmenso holocausto, en el mundo solo sobrevivirían las canciones y los poemas. ¿Qué holocausto puede ser mayor que el de la desmemoria?

Más allá de perspectivas poéticas, la ciencia ha demostrado que, en efecto, la música tiene un efecto beneficioso en las demencias, porque retrasa el deterioro cognitivo e impulsa durante unos instantes a los enfermos a relacionarla con personas, instantes, épocas. Las canciones son balas contra el olvido, debajo del cual continúa habitando la vida.

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