La firma Costa Cruceros parece que está gafada; mientras ideábamos estas líneas, otro barco, Costa Allegra (los bautizos no pudieron ser más optimistas) sufría un incendio que anuló la red eléctrica, arruinando las vacaciones a unos seiscientos cruceristas que tuvieron que mantenerse y dormir, durante días, en cubierta con ese insufrible calor arábico y el canguelo por lo del merodeo de los inmisericordes piratas somalíes; comiendo sándwiches de salami y de queso parmesano de incierta frescura que les produjo horribles cagaleras, aliviadas en tan escasos como rebuscados cacharros. No es fácil. Y es que la construcción del "glamuroso" navío obedeció a un proyecto poco usual: la reconversión de un mercante; en total, cuarenta años surcando mares. Los cruceros, en general, no pasan por sus mejores días: también a otro espléndido barco se le incendiaron los motores y se quedó a la deriva en aguas filipinas, y también plagadas de piratas.

En cuanto a las comidas, aún parece temprano para chismorrear lo que ofreció el Costa Concordia aquel infausto día, 13 de enero de 2012; habrá memoristas que en 2112 -si en el que corre, como auguran los mayas, el mundo no se hunde el próximo día 21 de diciembre- emborronarán algunos folios o harán algo en algún inimaginable chisme digital, o lo que sea, para recordarles a nuestros biznietos lo que allí se comió. Empero, los cien años del hundimiento del Titanic nos dan la oportunidad de rememorar tanto las comidas de aquel maléfico día, el 14 de abril de 1912, que cocinaron en "el invencible" ( nombre épico, como lo fue el escenario de la catástrofe), como el staff del departamento de comidas y bebidas, responsable de la alimentación de los 1.517 pasajeros de las 2.227 personas a bordo.

Los chefs ejecutivos eran el británico Charles Proctor y el francés Pierre Rousseau; el encargado del avituallamiento, despensa y bodega, John Walpole, que se asistía de sus subordinados J. Brochetez y P. Mange; el jefe de pastelería y panadería era Charles Joughin -el único de ellos que se salvó, y aún se conserva su gorro en el recién inaugurado museo, sito en mismo lugar donde estuvieron los astilleros- y el asesor que propuso los platos -y quedose en tierra- fue nada menos que Auguste Escoffier, conocido como "el cocinero de reyes y el rey de los cocineros".

El célebre chef galo, e imprescindible tratadista, dejó anotada una serie de especialidades que lo mismo engordaría su chovinismo -con recetas propias y otras de alta cocina francesa- que a las mayores fortunas del mundo, en especial británicos y sus primos norteamericanos, con alimentos y platos que les eran familiares. En cualquier caso, constituyen éstos una muestra de lo que se conoce como "Cocina internacional": remedo de la alta cocina, que, por entonces y muchos años después, se sirvió en los cruceros y los hoteles de todo el mundo, incluidos los canarios en su primer boom turístico y en los párvulos años del segundo. Y digna es de mención la ausencia de platos de la cocina italiana, con sus tan socorridos "pasta y pizza e involtini"; ésta se iría imponiendo, tras su divulgación por los cientos de miles de inmigrantes italianos a finales del s. XIX, a principios y primera mitad del XX, que llegaron, sobre todo, a EE UU y Argentina, y luego, tras la finalización de la II Gran Guerra, cuando el primer mundo se empecina en una incierta andadura hacia la "globalización", generándose una amplia clase media que se beneficiará del turismo de masas y de un masivo consumo de restorán. Solo aparece el curry, como el abrazo a las cocinas etnográficas; para las china, japonesa... habría que esperar hasta los años finales del siglo XX.

Aquellos profesionales -atendiendo a las incuestionables propuestas del histórico cocinero- se reunían cada tarde, con una botella de borgoña extraída de la muy surtida bodega y planificaban los menús del día siguiente para las tres clases. Una vez conciliados, los manuscritos se llevaban a la imprenta, cuyo jefe era A. Mishellany, que se asistía del cajista E. T. Corben; y ya impresos en cartulina amarilla (emulando pergaminos antiguos) con el anagrama de la Ocean Steam Navigation Company, más conocida como White Star Line, se colocaban amorosamente sobre las mesas de los comedores. El de primera, alhajado con una exultante cubertería de plata, sería -junto a una ingente cantidad de joyas- uno de los tantos tesoros que se acurrucan en los pecios que siguen recostados en los fondos marinos.

Para documentarnos hemos acudido al trabajo del estudioso chef José Manuel Mojícar, quien posee copias de las minutas. En el almuerzo hubo consomé granjero (de pollo y puerros); filete de barbo, huevos argenteuil (con espárragos y queso parmesano), pollo a la Maryland (envuelto en bechamel, empanado y frito), uno de los platos norteamericanos que hasta hace pocos años se incluían en muchos de los comedores públicos de mundo; corned beef (muy probablemente de los mataderos de Chicago, de ahí que en Canarias se conociera como "carne Chicago") con legumbres y papas asadas, en puré o fritas; costillas de cordero a la parrilla, pudin a la crema, merengue de manzanas y pastelería; completándose con un bufé frío del que se podía degustar salmón ahumado con mayonesa, gambas con mantequilla fundida, anchoas noruegas, arenques holandeses marinados, sardinas ahumadas, roast beef (el plato bandera británico), fricasé de buey (picado) con especias, paté de ternera, jamones de Virginia y de Cumberland, salchichas de Bolonia, que también se importaron en Canarias (recordemos al astrónomo británico Charles Piazzi Smyth, el padre de la astronomía en Canarias: Más cerca del cielo: Tenerife, las experiencias de un astrónomo, que en 1855 se instaló, durante meses, en una choza, en Las Cañadas, para investigar el Universo y se llevó como vitualla latas de ese embutido); queso de cabeza y pies de cochino con verduras, galantina de pollo (finas viandas reunidas en lonchas sobrepuestas y cocidas conjuntamente, tal lasaña); lengua de buey en fiambre, lechugas, remolacha, tomates y quesos Cheshire, Stilton, Gorgonzola, Edam, Camembert, Roquefort, St Ivel y Cheddar.

Para la última cena se sirvió como entremeses canapés almirante (con mantequilla y langostinos), ostras, consomé olga (con vieiras y oporto) y crema de cebada. Como platos fuertes, salmón pochado con salsa muselina y pepinos, filet mignon Lili (punta de solomillo con papas, foiegras, alcachofas y trufa), Salteado de pollo a la lionesa con calabaza rellena, cordero asado con salsa de menta (otra especialidad muy británica), pato asado con compota de manzana, solomillo de buey con papas chateau (torneadas y doradas en mantequilla), guisantes, zanahorias a la crema, arroz y papas nuevas sancochadas y, para limpiar el paladar, sorbete Ponche Romaine (de limón, naranja y champaña). Los platos de resistencia fueron pichón asado y berros, espárragos fríos a la vinagreta, paté de foiegras con apio; y de postre, pudín Waldorf, melocotones en confitura Chartreuse éclairs (pastelitos de chocolate y vainilla), helado francés, fruta variada y quesos. No deja de ser curiosa la notoria presencia de papas en una minuta de Alta cocina.

Al parecer, el desayuno difería poco de los de primera y tercera, si bien, como fabula Mojícar, la comida del mediodía le supuso al equipo, del departamento de alimentos y bebidas, algo menos de trabajo pues se tenía en cuenta que los pasajeros se despertaban tarde y desayunaban fuerte, por lo que decidían que no merecía la pena detenerse demasiado en discusiones. La cena, sin embargo, tenía más importancia ya que era el punto de encuentro de los pasajeros, y dado que todos se emperifollaban para acudir al comedor requería más atención. Y siguiendo las inamovibles órdenes de Escoffier, se sirvieron consomé con tapioca, abadejo en salsa, pollo al curry con arroz (la Cocina india ya había sido adoptada en el RU, y ahora la tiene como propia), cordero con salsa de menta, pavo asado con salsa de arándanos, guisantes, puré de nabos, arroz cocido (otra vez: un error de confección de minutas, pero era para la segunda), papas cocidas y asadas, pudín de ciruelas, confitura de uvas, tarta rellena de coco, helado americano, frutos secos, fruta variada, quesos, galletas y café. Es curioso observar como ya no aparecen platos con nombres propios como a la Maryland, Lili, Waldorf ? Y también la ausencia de huevos, en las tres clases, de los que la Alta Cocina ofrece gran número de especialidades: en cocote, mollets, al plato... salvo los pasados, los revueltos y los fritos del desayuno.

Prácticamente, el desayuno fue igual en las tres clases aunque en la primera y segunda se añadía más bollería dulce, mermeladas y confituras, copos de avena, arenques ahumados, papas, huevos con panceta o jamón, pan, mantequilla, mermelada, bollos, té y café. Para el almuerzo se sirvió potaje de arroz, carne fría, asado de buey en salsa con piñas de millo, verduras marinadas y papas al vapor. El postre fue quesos, compota de higos, fruta, pudín y crema dulce; acompañado por pan fresco y tostado, mantequilla y té. Y para la última cena la minuta fue muy ligera: quesos, pan de avena y biscuits. Seguro que los desdichados pasajeros de esta clase al caer al agua no sufrieron cortes de digestión.