Si se atiende a los perfiles de Largo Caballero y de Indalecio Prieto, Juan Negrín era el que tenía menos papeletas para ser acusado de agente de Stalin y muñidor de una revolución obrera en España. Pero el transcurso de la guerra civil le marcó el camino: su pragmatismo ante la inacción de Inglaterra y Francia lo sitúo en brazos de la URSS. Su teoría de la resistencia republicana necesitaba armas, y de ahí al intervencionismo soviético a lo bestia en la contienda había sólo un trecho. Ricardo Miralles, En el Combate de la Historia (editorial Pasado y Presente), conocido también como Contradiccionario, aborda, a partir de nuevos papeles descubiertos en los archivos rusos, los entresijos de la acusación extendida con más éxito entre los detractores del jefe del gobierno republicano: su decisión de trasladar a la URSS todo el oro del Banco de España.

¿Cómo un acuerdo colegiado entre los poderes del Estado en guerra fue atribuido, finalmente, a una iniciativa particular del doctor grancanario? La opinión más influyente en la versión procede de los propios socialistas. "En la leyenda antinegrinista figura que también Negrín ordenó la venta [del oro] sin conocimiento de nadie, extremo este falso ya que, contra lo que más tarde dijera Largo Caballero, de que Negrín no le presentaba la órdenes [como ministro de Hacienda], cabe demostrar documentalmente que las seis que se cursaron a lo largo de su mandato llevaron todas la firma de ambos", subraya Miralles.

El historiador se hace eco de la telaraña soviética, ansiosa de teledirigir a la exhausta república, tejida a partir del entramado de la inteligencia preKGB, con peligrosos espías o mercenarios como Walter Krivitski y Alexander Orlov, personajes curtidos en la venta de información. Al primero de ellos atribuye el autor del ensayo La leyenda sobre Juan Negrín y sus seis acusaciones la versión, esparcida como la pólvora, de que el ministro de Hacienda "habría obedecido la orden de trasladar a la URSS todo el oro del Banco de España, de acuerdo con las instrucciones recibidas por Arthur Staschevsky (delegado comercial de la URSS, y del que se dice -sin prueba alguna- que fue el principal agente de Stalin en España)". Para el catedrático, "la tesis no se mantiene en pie empezando porque hoy sabemos documentalmente que el Politburó soviético no nombró a Staschevsky como representante comercial en España (torgpred) hasta el 25 de octubre, es decir, cuando el oro ya viajaba a la URSS".

El supuesto amaño de Negrín con el diabólico Stalin adquiere potencia porque, paralelamente, se oculta el proceso institucional de la orden del Ministerio de Hacienda. Fue tomada por el Consejo de Ministros el 6 de octubre, que autorizó el presidente del Gobierno y el ministro de Hacienda "para que, de común acuerdo, tomen -el entrecomillado es de Miralles- cuantas medidas sean necesarias con el oro del Banco de España, sin limitación alguna, y aun cuando para ello hubiere que situarlo, total o parcialmente, fuera del territorio patrio". Y añade el historiador: "Las operaciones de embarque de las 7.800 cajas fueron supervisadas por Negrín y Francisco Méndez Aspe, director general del Tesoro. Negrín tomó toda clase de precauciones formales: se cuidó de que del traslado y envío tuvieran conocimiento los tres poderes del Estado, llamando a Cartagena a José Giral, por el Ejecutivo, al diputado Luis Fernández Clérigo, por el Legislativo, y al magistrado Mariano Granados, presidente del Supremo, por el Judicial".

En la misma órbita de acuerdos secretos con Moscú, Miralles subraya la leyenda de que Negrín fue elegido por los comunistas para presidir el Gobierno y "favorecer el creciente e insólito poder del PCE así como la influencia de Moscú sobre la República". Frente a una supuesta reunión en Valencia en 1937 entre el buró político del PCE y "nada menos que una delegación llegada de Moscú", están, recuerda el historiador, los Diarios de Azaña, en los que da cuenta de su encargo del Gobierno a Negrín, del que destaca su "tranquila energía" contra "los altibajos de humor, sus repentes", de Indalecio Prieto. Pero también en contra del espíritu conspiranoico arremete, asimismo, "la misma Comisión Ejecutiva del PSOE", que "había presentado a los comunistas, en plena gestación de la crisis anticaballerista, un borrador del nuevo gobierno con Negrín a su frente. Esto prueba", añade Miralles, "de manera incontestable que no fueron los comunistas sino sus propios compañeros de la Comisión Ejecutiva los que lo propusieron. Lo que los comunistas querían era que Caballero dejase la cartera de Guerra en la que su ejecutoria dejaba mucho que desear".

La combatividad del PCE se había convertido en el mejor aliado de la idea de Negrín de proseguir la guerra civil para fusionarla con la contienda europea contra Hitler, una aspiración a la que se oponía un derrotismo alimentado por la pérdida de vidas humanas y el desequilibrio en material bélico. "Es un hecho probado que bajo la restauración republicana que promovió Negrín, y que Azaña aplaudió -caracterizada no por el anterior equilibrio de fuerzas a que aspiró Largo Caballero, sino por la concentración de poder-, continúo el crecimiento exponencial del PCE, pero esto no se debió a ninguna maniobra suya, sino a la realidad incontestable del hundimiento del republicanismo y de las divisiones del socialismo. El proyecto político de Negrín se sitúo en la aceptación del inevitable papel central de los comunistas, pero sin prescindir un ápice del resto de la fuerzas políticas -léase del PSOE-", destaca Miralles.

La imputación de la presunta docilidad del médico grancanario a los deseos de Stalin, así como la presencia de Rusia en la logística republicana, tendría, cómo no, su acuse de recibo para la historiografía de la victoria de los nacionales. La tesis de que la república se vería abocada a una revolución obrera de tipo prosoviético, y que por tanto la guerra civil era inevitable para frenarla, son conjeturas que sustentan todavía determinados historiadores neofranquistas. Una justificación que trata de crecer cada vez más.