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Entrevista | Javier Loya

"Soy tercera generación, generalmente la que hunde; no es el caso"

"La guerra psicológica contra una enfermedad renal cambió mi forma de ser y me hizo más emprendedor", reconoce el cocinero y empresario turístico

Javier Loya, en su restaurante. IRMA COLLÍN

Cocinero, empresario turístico, cinéfilo, aficionado al jazz, coleccionista de arte contemporáneo y muy inconformista...

Desde siempre. Sufro esa forma de ser que es buena para el negocio. Mi entorno me entiende y sabe llevarme y con la edad he aprendido a controlarme.

Es hijo y nieto de hosteleros.

Mi abuelo Félix me inculcó la inquietud empresarial. Era su nieto favorito y cuando acabábamos los servicios en el restaurante íbamos a ver fincas y yo apuntaba los números de teléfono. Su idea era levantar un macrosalón para mil comensales. Mi padre, Miguel Loya, estudió en Francia y tuvo un nivel cultural alto. Era un gentleman. Los hermanos somos una mezcla, sobre todo de nuestro padre.

¿Supo a qué dedicarse...?

A los 18 años. Me sorprende lo claro que lo tiene mi hijo Daniel, de 13. Su nivel gastronómico asusta desde los 7. Es un gourmet con mejor paladar que el mío. Sigue las guías gastronómicas y va leyendo el diccionario de Eduardo Méndez Riestra que tiene en la mesita. Lo llevo a Lasarte, tres estrellas Michelin, en Barcelona, y le encantan los caracoles y vísceras, que me echan un poco para atrás.

Tiene dos hijas más.

Eva, de 10 años, y Sofía, de 5.

¿Cómo era usted de niño?

Tímido. Era el mediano, entre Miguel, un año mayor que yo, y Félix, cinco más pequeño.

¿Cuándo despegó?

Cuando empecé a trabajar con mi padre, a los 21 años. O me ponía en mi sitio o el resto del equipo me machacaba.

Estudió en el colegio San Fernando y luego empezó Empresariales en la Universidad Alfonso X el Sabio de Madrid.

Ahí brotó el problema que cambió mi vida. Empecé a orinar sangre, volví a casa y me detectaron una enfermedad renal muy grave. En dos meses me bajó la función renal a un 15%, entré en diálisis y en el sistema de trasplante nacional. Tenía 23 años.

¿Cuánto estuvo en diálisis?

Año y medio, tres días a la semana, casi cinco horas cada sesión. Durísimo. Me resistía, aunque quedaba débil y podía desmayarme, iba y volvía en mi coche y regresaba a El Balneario a dar el servicio. Esa guerra psicológica cambió mi forma de ser.

¿En qué acabó?

Tras año y medio, me telefonearon del hospital a las ocho y media de la tarde de un sábado, me dijeron que había un órgano y que era candidato a recibirlo. Mi padre quedó dando la boda, vine con mi madre, me dializaron, me hicieron pruebas de compatibilidad y me escogieron como receptor.

¿Qué tal el trasplante?

La vida media de un órgano trasplantado son 15 años y llevo 18. Tengo que tomar entre 15 y 20 pastillas diarias para evitar que el organismo rechace el riñón, siento dolores de piernas, cansancio, problemas estomacales e intestinales, pero convivo con ellos. He olvidado la enfermedad y sigo mi vida.

Tiró pa' lante.

Sí. Francis Fernández-Vega, que es mi médico y un íntimo amigo con el que comparto inconformismo y tantas cosas que parezco hijo suyo, me recordaba lo raro de que un chaval de mi edad entonces le preguntara qué le iba a pasar, porque quería tener familia y proyectos. Mis padres me decían: "No te preocupes, estarás en El Balneario con nosotros". Al final, salí el más agresivo y emprendedor.

Con ese lío, cocinará poco.

Los fines de semana, chaquetilla y como los demás. Entre semana organizo y hago equipos. Soy un enamorado de la restauración, pero me interesa demostrarme que tengo capacidad de diversificar y hacer cosas que no he mamado. Soy tercera generación, generalmente la que hunde; no es el caso.

¿ Por qué demostrarse más?

Porque soy el más crítico conmigo mismo, me gusta castigarme y fustigarme. Ya tuve más facturación y más empleados. Mis objetivos son lograr otros hitos sin perder el control de mi buque insignia.

Pero son psicológicos.

Sí. Vivo en guerra conmigo,

¿Cómo lleva eso su familia?

Mi mujer, María, que era mi novia cuando la enfermedad, siempre me ha apoyado. Hacemos un gran equipo porque me conoce desde el principio y se ha ido adaptando al proceso, durísimo, con el trabajo y la profesión antepuestos al disfrute. Trabaja en el departamento comercial, entiende, sabe y equilibra en casa y con los niños.

¿Usted los ve?

Menos de lo que me gustaría y me da rabia y pena porque empiezan a dejar de ser niños.

¿Siempre les fue bien?

Sí, porque tengo la obsesión del control exhaustivo. En la crisis cayó la facturación. Las comidas de empresa desaparecieron y no han vuelto. En el restaurante podía haber ochenta comidas diarias entre semana. Ahora son 10 como mucho las que se sirven. Se trabaja el fin de semana. Hay que apoyarse en otras cosas. Los restaurantes de nivel viven de clientes de fuera.

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