Fue la única vez en mi vida en la que he probado el camello. La plaza de Yamaa el Fna tiene la voluntad de reunir todos los sabores africanos. Con la caída de la tarde, los carniceros venden sus últimos productos y se encienden las brasas. El lugar se llena de puestos improvisados que asan carne de todo tipo: el pollo especiado; el avestruz, la más dura de las aves; la ternera cortada en pequeños tacos y mezclada con verdura; el cordero, la auténtica especialidad marroquí, aderezado con cuscús; incluso caimán, cuya procedencia se esconde en los misterios de los comerciantes. ¿Serían del Nilo aquellos animales que servían de manjar para los turistas? ¿Serían realmente caimanes?

Pero el camello no me lo esperaba. En Marruecos los camélidos sirven hoy en día como medio de transporte en las zonas más atrasadas del sur, lindando con el desierto. El hecho de que se incluya como plato es un grado de sofisticación o de hambre, depende de cómo se enfoque la cuestión. También en Francia el caballo dejó de ser un animal de tiro y la cocina francesa extendió sus ideas culinarias incluyendo su carne en las cenas de lujo. A todos los animales les sientan bien las brasas y aquella noche en la plaza Yamaa el Fna los olores se mezclaban con una sensualidad de verano, a pesar de ser febrero.

Juan Goytisolo pasó parte de su vida en Marrakech.

Nadie mejor que él para tomar el pulso a Yamaa el Fna. La describió como esa parte de la ciudad que se reescribe continuamente. No es la misma plaza al amanecer que durante las pesadas horas de sol. Los comerciantes exponen todo tipo de género. La lencería fina compite con las camisetas de los equipos de fútbol europeos. Por las mañanas es el turno de las verduras. Los frutos de la tierra reciben al viajero con una profusión de colores que contrasta con la silueta árida que rodea a Marrakech. También hay pescado fresco del Atlántico.

Sabía el escritor barcelonés que Yamaa el Fna es la plaza de los vivos, pero que en un tiempo no tan lejano fue la de los muertos. Allí exponían, secándose al sol justiciero, a los ejecutados por los tribunales. Los reos morían mirando por última vez la forma irregular de la plaza mientras una muchedumbre gritaba como despedida al castigo. Los toldos de plástico y tela ahora cubren casi todo el perímetro. Forman callejuelas y atajos entre los puestos. Se habla el dialecto marroquí y el francés. También se escuchan palabras en español. Todo está sujeto a ser comprado y vendido. El regateo es un lenguaje sagrado, más antiguo que la escritura y los marroquíes lo practican con tanta sabiduría como gracia. Al viajero le resultará imposible vencer en la dialéctica de la compraventa. Y aún cuando se creeavictorioso debería saber que ha perdido.

Pero Marrakech no es solamente Yamaa el Fna.

Esta es su corazón. El punto desde donde se ponen en circulación todos los elementos que forman la antigua capital de los almorávides. Ellos fundaron la ciudad para después mirar hacia el norte e invadir la península ibérica. La mezquita Kutubía se alza sobre las azoteas de toda la medina. El minarete se aprecia desde todos los puntos de la ciudad. Los marroquíes, tan aficionados al té, se asoman a sus tejados cuando cae el sol y Kutubía se representa como un fósforo ardiente. Es uno de los mejores ejemplos de arquitectura almohade y el viajero español se quedará observando su fisionomía con cierta familiaridad. En efecto, verá en ella un antepasado de la Giralda de Sevilla. Las torres son casi idénticas, si logramos separar las reformas posteriores para adaptarla a las funciones de campanario cristiano. Se trata más bien de una segunda oportunidad que da la historia. Como apreciar la Giralda antes de la conquista cristiana.

Marrakech es la urbe más majestuosa de Marruecos. La última gran ciudad antes del desierto. Paseando entre sus bazares pensaba en Juan de Olid, el personaje inmortal de Eslava Galán de En busca del unicornio. Aquella expedición legendaria a la caza del mito llevó al protagonista, en el siglo XV, hasta esas mismas calles de Marrakech. Fue un encargo real de Enrique IV para curar su impotencia. Juan de Olid atravesó la tierra de infieles con el cuidado de un viajero extraordinario. Más allá de Yamaa el Fna estaba el mundo desconocido. El finis africae medieval. El país de los negros, decían, se extendía al otro lado del desierto. Las certezas acababan en el bullicio nocturno de la plaza en la que hoy se pasean los vivos pero en donde ayer se exponían a los muertos. Las brasas de las parrillas iluminan Yamaa el Fna hasta la madrugada. Al sur el continente se pierde en innumerables dunas de arena. Demasiado peligro para el viajero, que ya considera Marrakech una ciudad andaluza.