16 chutes ineludibles de dosis de quimioterapia en siete meses. Ese es el tiempo obligado que he tenido para conocer a las profesionales que trabajan en la tercera planta de la trasera del Hospital Insular. Estos son los meses en los que he recorrido ese largo pasillo para encontrarme en la sala redonda, en el cubículo del cuadro del paisaje, en la camilla del chute. En esa cita repetitiva las he conocido a ellas: a las profesionales del Ático de la Quimio.

Desde el primer día he intentado recordar cada nombre de las personas que me han atendido, pero ha sido imposible por culpa de la química y del cansancio. Eso me dejará frustrada porque cada una merece ser recordada por su nombre. Lo que no voy a olvidar nunca, ni en esta ni en mi segunda vida, es su profesionalidad, su paciencia, su dedicación, su cariño y esa sacrificada calidad humana por la que no les pagan. Las de todas, sin excepciones.

No recuerdo la mayoría de los nombres, pero he conseguido retener algunos que representan a todas y cada una de ustedes, incluido a ti, Aris, el único enfermero de la planta.

Comenzando por Naima. Mi primera enfermera, mi primera chutera. La que me dio la bienvenida en nombre de todas ustedes. Fundamental en mi entrada. Naima las representa a todas cuando después de meterme en el torso un chisme inmenso llamado catéter, no sin dolor, por supuesto, me esperaba en mi camilla para indicarme con dulzura y paciencia los pasos que repetiría durante siete meses. La joven Naima, que con solo su mirada y media cara tapada muestra toda su belleza. Sensible, respetuosa, paciente, emotiva y extremadamente profesional. Así se mostró Naima cuando se percató de mi ignorancia y torpeza de novata cuando entré en ese óvalo de camillas decorado con atardeceres, amaneceres y pantallas de teles siempre apagadas. Naima me acompañó en unos cuantos chutes hasta que la trasladaron a otra planta. ¡Qué rabia y pena me produjo su ausencia! Naima es la representación de lo mejorado de la humanidad con la mezcolanza de tres culturas: la marroquí, la española y la canaria. Es la solución y la esperanza de la convivencia en este mundo.

Le siguieron Vicky, Miriam, Nuria... Y Virginia. Virginia tiene dibujado en su cuerpo reflexiones de lo que realmente importa en la vida: lealtad y amor por la vida, la gente, nuestra gente. A falta de Naima, Virginia se convirtió en esa cara que buscaba de referencia cuando llegaba a la puerta de la sala de chutes. A ella le obligué a prometerme que no se iría de esa planta, como si de ella dependiera, hasta que yo terminara mi impuesto y propio contrato. Y no se fue. Virginia tiene una risa que engancha y da vida y una inteligencia socarrada y silenciosa. Con ella comparto anécdotas y ella tiene la generosidad de también regalarme las suyas. Su alegría, cercanía, emotividad y resiliencia- como uno de sus tatuajes- no riñe en nada con su atención extrema en cada paso que da para inyectar las bolsitas del tururu (el dichoso sonido de las máquinas de dosis que envuelve cada rincón de la sala).

Paqui. Madurez, seriedad, bromista cuando menos te lo esperas y profundamente compasiva. Una de las veteranas. Dulzura escondida por eso de la ridícula norma autoimpuesta para mantener las distancias e intentar evitar no romperse en cachitos con el dolor ajeno. Intuyo que no lo consigue, ni ella ni ninguna, porque todas saben que necesitamos su calidez como si fuera oxígeno. Paqui regala calidez. «Hoy te quedas conmigo», me dice Paqui cuando no encuentro a Virginia, como si eso fuera un problema. Y yo me río por dentro porque lo que siento es alivio al saber que seguiré estando cuidada, querida, protegida, escuchada y atendida como cada día que he entrado en esa sala. Cada día, sin excepciones.

Marina. La primera que se aprendió mi nombre antes incluso de terminar de recorrer ese largo pasillo de los chutes. Va de aquí para allá con chismes en las manos y siempre tiene tiempo para charlar un ratito conmigo, atenderme, darme algo que me alivie, alimente, distraiga o me consuele. Con esa mirada tan limpia e intensa que me recuerda tanto a su hermana. Marina representa a todas las auxiliares que van de aquí para allá con cachivaches en las manos atendiendo y asistiendo a compañeras y pacientes.

En 16 chutes y siete meses, las profesionales del Hospital de Día de Onco-Hematología del Insular se han reído de mis bromas e ironías, han aguantado mis batallas aunque fueran repetidas, han admirado mis tatuajes de henna en mi calva, me han arropado, me han hinchado de zumos, bizcochos con mantequilla y mermelada, han esperado mis torpes y lentos pasos, han observado mis silencios con compasión, han velado mi sueño, han escuchado mi dolor, han apretado el botón de alarma cuando se han percatado de alguna anomalía durante el tratamiento, y siempre me han dado la bienvenida y despedida con una sonrisa. Y nunca, nunca, nunca se han permitido tener un mal día por respeto hacia mí y hacia todos los que entramos en la sala que nos recuerda el dolor que vamos a sufrir.

Ellas representan a todas mis chuteras. Todas, sin excepciones, todas han mostrado, unido a su seria y difícil tarea, respeto, atención extrema, compresión, intención, empatía, cariño y cercanía. Y por todo esto no les pagan.

Ni un solo día al terminar mi dosis he salido de esa sala triste, desesperanzada o incómoda, y menos de mal humor. Ni un solo día. Ninguna podrá imaginar lo importante que han sido cada una para que eso no sucediera. Ni una podrá imaginar lo fundamental que ha sido en este momento vital de mi vida la existencia de cada una en este mundo. Ni una podrá concebir lo imprescindible que ha sido para mí.

Tantos nombres que me gustaría recordar. Como el de Vanesa, que me regaló un día más para que celebrara mi cumpleaños sin dolor y que me cambió el día de chute para que estuviera más cómoda. La rubia de paso rápido que no está en esa planta, pero es la cara conocida de la semana que me recuerda por mi nombre y apellido cada vez que voy al análisis de sangre para decirme ya queda menos. La rubia enérgica Nicole que me regalaba el pan bizcochado porque sabe que me encanta. La desconocida que me dio por el pasillo los protectores del catéter porque los había olvidado. La que intentaba por todos los medios que no esperara en una silla más de la cuenta. Los celadores que me llevaban de aquí pa’allá, a los que les he puesto por nombre Goliat y Goliat, que me saludan en mis citas médicas con alegría de verme. María y Paqui, mis favoritas de las salas de citas que me han hecho sentir tan especial, tan VIP, como ellas me llaman.

Mis médicos: Víctor Vega y Elisenda Llabrés. Con los que tengo una deuda de por vida, dure lo que dure. Por su profesionalidad, honestidad, atención, seguridad, seriedad y preocupación. De los que confío al cien por cien.

Yo no soy especial. Soy una paciente más que ha pasado durante siete meses y 16 chutes por la tercera planta del Insular. Afortunadamente, ellas sí lo son. Todas, sin excepción, que se expresan con una gran sonrisa en una boca tapada. Y por eso no les pagan.

A todas solo tengo palabras sinceras y eternas de agradecimiento porque en una de las etapas más importantes de mi vida me han hecho sentir que era respetada, protegida, cuidada y querida. Y por eso no les pagan.

A todas, ¡Gracias mil!