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Gastronomía | La mirada de Lúculo

¡Viva Montesquieu!

Cuando no viajaba, le gustaba cuidar la vid y su fruto, y adquirir conocimientos técnicos; por ejemplo, contra la maderización y las fermentaciones intempestivas

¡Viva Montesquieu!

Una vez, hace ya algo de tiempo, camino de La Brède, atravesando prados, bosques, cultivos de cereales y vides, pensé en aquello de “aquí no hay una casa, un campo, un viñedo o una mata de hierba que no pertenezca al barón de Montesquieu”, que escribió un contemporáneo suyo. Recordé también que su cortejo fúnebre fue seguido, desde la rue Saint-Dominique hasta Saint-Sulpice, por un solo escritor, Denis Diderot y que, en cambio, su desaparición se atribuyó en toda Europa a una terrible desgracia. Desde Potsdam a San Petersburgo, en mayor medida que en París o en Burdeos. El rey Voltaire no había concluido su carrera y Rousseau, por si alguien desea tenerlo en cuenta, apenas había comenzado la suya. La era de la Enciclopedia estaba en marcha pero las mentes iluminadas entendieron que con la muerte del autor de Del espíritu de las leyes se estaba cerrando un tiempo incluso antes de que se empezasen a establecer sus reglas. A Montesquieu, como se sabe, no han dejado de matarlo mientras los partidos se obstinan en ocupar los tres poderes.

Nacido en 1689, en un momento en que el resplandor del Rey Sol comenzaba a apagarse, murió en 1755, cuando Luis XV dejó de ser el Amado. Entonces se despidió definitivamente de los asuntos públicos. Fuera lo que fuese, Charles-Louis de Secondat de La Brède aparece menos como un hombre de historia que como un inventor de espacios. No es un actor decisivo en la caída del despotismo, ni siquiera en la “separación de poderes” que sugirió de forma prudente, considerando la simple y lógica distinción entre quienes hacen las leyes, las aplican y los que sancionan la infracción. Algo que en España y en la actualidad no parecen tenerlo demasiado claro los políticos que dirigen el país.

Pero hay una segunda vida de Montesquieu que ha dejado suficiente rastro en el vino. Cuando no viajaba, le gustaba cuidar la vid y su fruto, y adquirir conocimientos técnicos; por ejemplo, contra la maderización y las fermentaciones intempestivas. Para clarificar, utilizaba ya cola de pescado. Producía clarete, un vino que marcó tendencia en Burdeos de capa baja, con poco color, procedente del encubado de cosechas mixtas, tintas y blancas. Su sentido de la ruralidad estaba muy distante del sentimiento de naturaleza que acarrearía la gloria a Rousseau o la aprobación de María Antonieta. El maestro de La Brède amaba la tierra, primero como propietario y campesino, luego como un bello lugar de retiro en el que poder pensar, leer y escribir. Era capaz de crear un marco de vida meditativa y estudiosa, compatible con la labor que la propia tierra productiva reclama. El espectáculo natural que se contempla en La Brède es extraordinario, más allá del castillo y el parque. El imponente edificio medieval es de hecho la capital de un señorío o baronía que abarca un montón de feudos y algunas islas a orillas del Garona, frente a la costa de Cadaujac, donde los viñedos rodean al bocage.

A la edad de 26 años, Montesquieu se convirtió en propietario cosechero de una quinta vinícola que no dejaría de ampliar y de sacarle partido. Salvo cuando se encontraba en uno de sus largos viajes, el barón jamás se olvidó de estar presente en las vendimias. Supervisaba la poda y actuaba de vigneron a media jornada; en París se mantenía al tanto de la evolución de las cosechas y cuentan de él que sabía comerciar con el vino como nadie. Para ello se aprovechaba de su posición mundana de escritor y jurista. Anglófilo como era, en Londres obtenía aún mayores réditos, debido a la popularidad y el prestigio que le proporcionó Del espíritu de las leyes y a que el burdeos, considerado entonces como el mejor vino del mundo, tenía entre los ingleses sus mayores adeptos y defensores. Su último biógrafo, Jean Lacouture, autor de Montesquieu, las vendimias de la libertad, (2003), al que Bernard Pívot considera un refinado conocedor de la literatura francesa y de los vinos bordeleses, explica la fidelidad del paisano a la tierra que le vio nacer por la propia nostalgia de la infancia: “Se puede haber sido asiduo de las escuelas y de las universidades, los salones y los castillos -y las calles de París bajo una máscara de persa perspicaz-, y seguir siendo a la vez el chiquillo que, hasta los diez años, corrió con zuecos entre bodegas y viñas, alimentado con empanadas y rebanadas untadas con ajo, que empinaba el codo cuando la ocasión lo requería y hablaba, como es sabido, el dialecto de los viñateros”.

La inteligencia que el Barón aportó el pensamiento la sumó a su pasión por el vino. Con uno de esos graves tintos de pedernal o con los blancos secos y sólidos de la región apetece elevar la copa de vino por el buen Estado, para que consiga que sus tres poderes, ejecutivo, legislativo y judicial, se controlen entre sí con el objetivo de que ninguno de ellos acumule el poder absoluto. ¡Viva Montesquieu!

¡Viva Montesquieu!

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