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Volcán de La Palma

El volcán de La Palma, un vecino majadero que nunca duerme

Cientos de familias a lo largo y ancho del valle de Aridane llevan más de un mes conviviendo con el volcán de Cumbre Vieja, al que ven, oyen y huelen desde sus casas, y no les deja vivir con normalidad

6.600 desalojados en La Palma por el volcán

6.600 desalojados en La Palma por el volcán Agencia ATLAS / EFE

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6.600 desalojados en La Palma por el volcán Christian Afonso

A través de las ventanas, en los patios traseros de muchas casas, en los jardines y las entradas, a lo largo y ancho del valle de Aridane, cientos de familias conviven día a día con el volcán de La Palma. Es un vecino molesto, ruidoso, que nunca descansa y que ha provocado que muchas de estas personas tampoco puedan dormir, que amanezca y lo primero que hagan sea asomarse a ver si el majadero ya se apagó. Pero no lo hace, y los días se acumulan, y el estrés y la fatiga también. Pero tratan de seguir la rutina con la mayor normalidad posible, por sus parientes y por ellas mismas.

Estos últimos días, el gigante de Cumbre Vieja estuvo más silencioso que de costumbre, pero se hacía notar más conforme anochecía. Mucha gente que ha tenido que coexistir con él estas semanas lo aseguraba, pero no se terminaba de fiar. Son las reticencias propias de quien conoce a una persona lo suficiente como para tener claro sus rutinas, sus idas y venidas. «Este enseguida vuelve a despertarse y rugir», comentaban.

Así suenan las explosiones del volcán de La Palma

Así suenan las explosiones del volcán de La Palma La Provincia

No son muchos los que decidieron quedarse en sus viviendas desde que comenzara la erupción el 19 de septiembre, ya que hubo familias que cogieron algunas de sus pertenencias y buscaron lugares más tranquilos, donde el volcán no les recordara jornada tras jornada que sigue bien activo y amenazante.

«Al principio, salía cada día para mirarlo desde el patio, pero ya no puedo ni verlo», lamenta Gabriel, un vecino de Tajuya que tiene el volcán a menos de 2.000 metros

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«Por aquí ya no queda prácticamente nadie, muchos no pudieron soportar lo que supone tener que vivir a diario con el volcán», afirmó Gabriel, quien lleva viviendo en su casa de Tajuya durante más de 20 años, trabajando poco a poco en erigirla, cada día algo nuevo. Y de hecho, todavía no la considera terminada. Ese sacrificio hace que haya decidido quedarse al pie del cañón, al contrario que muchos de sus vecinos. Él miraba a diario las coladas discurrir, está en una posición privilegiada para ello, pero con el paso de los días ha dejado de hacerlo. «Ya no puedo ni verlo», aseguró.

El rugido de la erupción, que no deja conciliar el sueño y la ceniza que entra por las ventanas son dos problemas graves

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Tampoco quedan muchos vecinos en las casas alrededor de María Consuelo, sobre todo porque su vivienda es de las últimas que quedan antes de la zona de exclusión del barrio de La Laguna. Desde su balcón, lleno de plantas marchitas por la actividad volcánica, ha podido ver cómo la colada ha ido devorando, poco a poco, todo a su paso hasta llegar a su localidad, y cómo sus vecinos han tenido que coger lo imprescindible y marcharse, dejando recuerdos e ilusiones detrás. «Lo tenemos ahí, ya solo queda aprender a convivir con él», señaló con resignación. Sobre todo porque en esa parcela lleva viviendo toda la vida, desde que nació, y nadie la va a echar de ahí.

Estela y Nelsy se vieron obligadas a abandonar sus viviendas por el peligro de las coladas, pero desde las nuevas casas en que están siguen sintiendo a diario la erupción

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Y es que muchas personas tuvieron que marcharse de sus casas desde el principio por el peligro que entrañaban las coladas de lava pasando cerca. De su vivienda de Tacande fue desalojada Estela, mientras que Nelsy y su familia tuvieron que abandonar su hogar en La Laguna. Ambas se encuentran ahora en otros sitios, pero también muy cerca de esa montaña que no para de escupir lava, y que les sigue recordando a diario que el peligro no ha pasado, que sigue muy viva la erupción. Ya ni miran por las ventanas, no quieren saber si escupe más o menos material de las entrañas de la Tierra, no quieren saber si el humo que expulsa es más negro o más blanco. Solo quieren que acabe de una vez la pesadilla y puedan volver a donde el volcán les obligó marcharse. «Mira que he tenido vecinos desagradables, pero como este ninguno», comentó socarronamente Nelsy.

Los estragos que deja el volcán no solo se sienten cerca de las bocas eruptivas. Desde su casa en Los Pedregales, a unos 5 kilómetros de la erupción, Michel ve todos los días al volcán desde su propia cama. Cada vez que había una explosión en el cono principal se llevaba las manos a la cabeza y exclamaba asombrado: «¡Mira, mira!». Como si fuera la primera vez que lo veía. Tal es la capacidad que tiene este fenómeno de seguir sorprendiendo a propios y extraños 35 días después de que manara de la tierra. También se sorprendía, esta vez más cerca, Peter, quien vive en Tajuya, a unos 2,5 kilómetros del volcán. Él, aunque no duerme en su casa porque no podría, va todos los días a echarle un vistazo y quitarle la ceniza, que penetra en casa sin resistencia, pese a tenerlo todo cerrado. Para Antonia, vecina de La Laguna, lo más difícil es ver «cómo se pierde toda tu vida a tu alrededor».

Ya no podrá volver a la farmacia a la que iba todos los días ni al supermercado en el que solía hacer la compra, ni verá a sus vecinos en el edificio de la asociación, todo ello afectado por una de las coladas que avanzan hacia el norte. Desde su patio trasero, observa el volcán con pena e incertidumbre, la que le lleva a pensar qué pasaría si tuvieran que evacuarlas a ella y a su madre de 93 años de esa casa en la que han estado toda su vida.

Poco más abajo de la casa de Antonia y su madre, tiene su taller mecánico Elisa. Y es que el volcán no es solo vecino de viviendas, sino también de negocios y fincas, cuyos propietarios están igual de preocupados por el avance de las coladas, y por los problemas que trae consigo la erupción. Es el caso de esta mujer, que afirmó sentirse superada por el «estrés, el agobio y el cansancio» de todo lo que ha tenido que experimentar este mes. «Vienes al trabajo porque estar en casa es peor, con la incertidumbre de no saber qué pasa aquí y si el taller estará en pie», explicó. Como ella, muchas otras personas prefieren ver al volcán a la cara, y no quedarse con el runrún de no saber si acabó con sus ilusiones.

Estela, Tacande, a un kilómetro del volcán. || Arturo Rodríguez

Estela, Tacande, a un kilómetro del volcán

Con más de 80 años a su espalda, Estela ha vivido las tres erupciones volcánicas que ha habido en La Palma en el último siglo: en la primera de ellas, la de San Juan, solo tenía ocho años. Esta, sin embargo, le ha llegado a una avanzada edad, y solo espera poder regresar a su casa, en la que vive desde que se casó. Ahora, se encuentra en la vivienda en la que nació, haciendo compañía a su hermana. «Las hermanas nos queremos mucho y aquí estamos unidas», aseguró mientras veía desde la puerta de entrada la columna de humo del causante de sus desvelos al fondo. Su vida ha cambiado drásticamente por la mala calidad del aire que se respira tan cerca de la erupción, ya que solía salir a respirar el aire puro de Cumbre Vieja, y ahora «solo hago la comida, friego y veo televisión, no se puede hacer gran cosa». Aunque admitió que por la noche suele descansar porque ha de tomar pastillas para conciliar el sueño desde hace tiempo, sí que suele levantarse por las noches para mirarlo, tal y como hacen tantas otras personas por todo el oeste de La Palma. Y además de estos quebraderos de cabeza, el olor a azufre que empaña los días y la llegada de cenizas que entran por cualquier resquicio le afectan especialmente. «Limpiamos la entrada de ceniza porque si no, nos matamos», dijo.

Elisa, La Laguna, a cinco kilómetros del volcán. || Arturo Rodríguez

Elisa, La Laguna, a cinco kilómetros del volcán

Desde que comenzó la erupción volcánica, Elisa ha visto mermar la afluencia de clientes a su negocio, un taller mecánico en la carretera de entrada a La Laguna, puesto que muchos «lo han perdido todo, por lo que no van a gastar dinero en arreglar el coche». Además de por este efecto colateral del volcán, su día a día también se ha visto afectado porque la ceniza provoca daños en la maquinaria y en los propios vehículos que están en su taller, por lo que han tenido que cerrar las puertas para evitar que este fino material piroclástico penetre. Y luego está la tristeza. «Uno de los chicos que trabajan aquí lo ha perdido todo, y nosotros mismos vivimos con la incertidumbre de saber si la lava se llevará por delante nuestra vida», indicó la mujer. De ahí la empatía que han sentido con todos los afectados que discurren a diario por delante de su establecimiento, en donde se encuentra el punto de control para acceder al barrio a recoger enseres, hasta el punto que al principio, «mucha gente paraba por aquí para dejar sus cosas bajo nuestro cuidado y poder entrar a sus calles a por más recuerdos». También se han encargado de hacer pequeños apaños a los vehículos de emergencia, «totalmente gratis, porque, ¿qué vas a hacer? ¿Cobrarles? Se me caería la cara de vergüenza».

Gabriel, Tajuya, a 2,5 kilómetros del volcán. || Arturo Rodríguez

Gabriel, Tajuya, a 2,5 kilómetros del volcán

Desde el jardín trasero de la casa de Gabriel, el volcán se ve con gran claridad. El barrio de Tajuya, desde cuyo mirador se apostan cada día cientos de personas para inmortalizar el volcán y desde donde hacen sus directos muchas televisiones, llegó a estar desalojado unos días, pero los vecinos pudieron volver a sus viviendas, al menos los más valientes, ya que no quedan muchos por esos lares. «De vivir en el paraíso, se ha convertido en el infierno», lamentó Gabriel, quien ha vivido en esta zona de la Isla durante toda su vida, y que no concibe perder su casa después de tantos años de construcción. Según su relato, los primeros días era «un desastre» porque el ruido ensordecedor de las explosiones volcánicas no les dejaba dormir, «pero ya uno se acostumbra y ahora está más calmado, por lo que hemos podido conciliar algunas horas de sueño». Eso sí, no dudó en calificarlo como «un niño chico», que siempre hace ruido por la noche, cuando se vuelve más agresivo. Además del sonido ensordecedor que hacen las bocas eruptivas, otro de los principales problemas que se encuentran los vecinos de esta zona de La Palma, y que se ha extendido puntualmente al resto de la isla, tiene que ver con la caída de cenizas. «Llevo tres limpiezas generales que me han costado un mundo, porque se mete en cualquier rinconcito, pero ya he decidido que no voy a limpiar más hasta que termine», aseguró el hombre, que ha perdido su trabajo a causa de la crisis volcánica, puesto que se encargaba de la carpintería de una promoción en Las Manchas, que «probablemente esté sepultada ahora».

María, La Laguna, a 4,5 kilómetros del volcán. || Arturo Rodríguez

María, La Laguna, a 4,5 kilómetros del volcán

La casa de María Consuelo y su marido está en el límite de la zona de exclusión, ya que la colada que continúa atacando La Laguna está muy cerca de esta zona en la que vive. Cocinando el almuerzo para su esposo y uno de sus hijos, esta veterana, que sopló más de 70 velas en su último cumpleaños, aseguró que duerme cada día «porque a esta edad es llegar al colchón y relajarte después de todo un día de ajetreo». A pesar de ello, reconoció que el rugido que hace el volcán a casi cualquier hora hace que lo tenga muy presente en todo momento, lo que dificulta el poder desconectar de la desgracia por la que atraviesa el pueblo palmero. Además, no solo hace ruido sino que provoca que todas las ventanas y puertas de su vivienda temblequeen, sobresaltando a todo el que se encuentra en su interior. María Consuelo lleva viviendo en esta casa toda su vida, en ella murieron sus padres, y de ella solo la sacarán solo con los pies por delante. Su optimismo, con algo de resignación, contrasta con el de otras muchas personas que no ven la luz al final del túnel. En su hogar, además de las cenizas que llenan las escaleras aumentando el peligro de bajar por ellas si no las barre cada día, también conviven las plantas, muchas de las cuales están marchitas. «La edad y el volcán no perdonan», se excusó.

Antonia, La Laguna, a 4,5 kilómetros del volcán. || Arturo Rodríguez

Antonia, La Laguna, a 4,5 kilómetros del volcán

«Menos mal que tenemos secadora en casa». Así de tajante se mostró Antonia desde el patio trasero de su casa, donde las liñas en las que suelen tender la ropa se encuentran vacías desde hace cinco semanas, con la única salvedad de algunas pinzas dispuestas a lo largo del cable metálico. Y es que, con el impacto de la ceniza, la colada estaría negra y sería muy complicado poder quitarle de encima todo ese material volcánico sin terminar destrozándola. Esta mujer, que vive con su madre de 93 años, reconoció que hay días en los que va a trabajar, pese a que sus compañeros le dicen que se quede en casa con la situación que tiene encima y su madre sin poder valerse por sí misma en caso de tener que evacuar, «para poder desconectar, porque Breña Baja, donde trabajo, es otro mundo, ahí no estás todo el día con el volcán detrás». Otro recurso que suele probar para evitar pensar en la erupción que continúa detrás de su vivienda es ver series en la televisión, «pero el ruido es tan ensordecedor que tienes que subir el volumen a tope, y así lo que hago es molestar a mi madre». Para esta familia, este año ha sido difícil. Aunque la colada no les ha afectado hasta la fecha, sí lo hizo a finales de verano el incendio que calcinó parte de esta zona de La Palma, también parte de sus plataneras.

Míchel, Los Pedregales, a 7 kilómetros del volcán. || Arturo Rodríguez

Míchel, Los Pedregales, a 7 kilómetros del volcán

Desde su cama, Míchel y su mujer ven al fondo el volcán de Cumbre Vieja escupiendo lava sin parar, en una constante vorágine de miedo, incertidumbre y pesar por las muchas personas que conoce, gracias a su profesión como camarero de una famosa bocatería del casco de Los Llanos, que lo han perdido todo en esta erupción. «Antes lo veía muchas veces, no paraba de mirar hacia él, pero con el paso de los días le he cogido odio. Puedo decir que odio este volcán», señaló con la mirada perdida hacia aquel gigante incandescente. Él y su familia llevan seis años viviendo en este chalet del barrio de Los Pedregales, desde el que tiene una panorámica bastante impactante de las coladas que discurren hacia el océano. Gracias al cansancio de la jornada de trabajo, dice poder dormir, aunque le suelen sobresaltar los movimientos de las puertas y ventanas cuando el volcán ruge de una forma especialmente feroz o cuando se producen los sismos asociados a esta actividad volcánica. Su esposa, sin embargo, lleva muchos días sin poder descansar bien, porque los estruendos se lo impiden. «Suelo encontrarla en el salón leyendo para tratar de conciliar el sueño a altas horas de la madrugada», explicó el hombre, que añadió que, por mucho que limpie, todo se llena de ceniza de nuevo con asombrosa rapidez, por lo que ya ni merece la pena «deslomarse» para ello. Precisamente, este es el motivo que la lleva a asegurar que no quiere seguir en la casa porque no soporta verla manga por hombro. Él, en cambio, solo desea regresar a a la tranquilidad de su hogar, puesto que en su puesto de trabajo solo se respira «tristeza», tal es el ánimo de la mayoría de la ciudadanía que habita en el municipio palmero. Pese a odiarlo, Míchel se despidió de esa jornada volviendo a verlo y, seguramente, al amanecer volvió a asomarse para ver cómo seguía. «A ver si de tanto observarlo se apaga de una vez el condenado», puntualizó.

Nelsy, bungalows de Tajuya, a cuatro kilómetros del volcán. || Arturo Rodríguez

Nelsy, bungalows de Tajuya, a cuatro kilómetros del volcán

Con su bebé de apenas 18 meses, su otro hijo algo mayor, su marido, sus suegros y sus padres, Nelsy tuvo que abandonar su casa en La Laguna ante el avance de las coladas de lava. Durante todo este mes ha tenido que convivir con el volcán desde dos puntos diferentes de la geografía de Los Llanos de Aridane, ahora lo hace en una casa familiar en los bungalows de Tajuya, desde donde aseguró que ha tenido en su vida «vecinos molestos, pero ninguno como este». Sus ruidos, sus malos olores, las cenizas que expulsa y que ensucian toda la casa son solo las heridas superficiales que va haciendo en la moral de esta familia, pero las más profundas tienen que ver con el miedo y la incertidumbre que deja a su paso, sentimiento compartido con gran parte de la población del oeste de La Palma. Según esta joven de 32 años, «es imposible que no entre ese polvillo al interior de la casa, por lo que no sirve de nada limpiar». Además, el ensordecedor tronar que hace en medio de sus periplos de gran actividad, provocan que todas las ventanas, puertas, armarios y demás muebles de gran volumen tiemblen y se muevan, haciendo que se asusten los habitantes de la vivienda. Su padre llegó a comprar unos prismáticos para seguir el avance de la colada por La Laguna desde la colina en frente de esta casa, desde la que puede verse una panorámica del valle, «solo porque quiere saber si al final se llevó la lava nuestra casa de La Laguna o no». Pese a esas vistas, Nelsy lo tiene claro: «Ojalá no estuvieran las ventanas mirando para ese lado, porque no tengo ninguna gana de tener que verlo a diario en todo momento», si bien su suegro sí que lo hace, «como si mirándolo fijamente fuera a conseguir que se apagara». Una situación que está afectando a todos, también a los más pequeños, «pero es algo que les ha tocado vivir, y espero que sea la última vez para ellos, porque esto no se lo deseo a nadie, y menos repetido».

Peter, Tajuya, a 3,7 kilómetros del volcán. || Arturo Rodríguez

Peter, Tajuya, a 3,7 kilómetros del volcán

Aunque su familia decidió abandonar su casa en Tajuya desde el primer momento por la cercanía al volcán, pese a que no fueron evacuados por los miembros de seguridad, Peter regresa cada día para echarle un ojo y limpiar de ceniza la entrada, techos, patios y el interior del inmueble, por el que se cuela la ceniza pese a que todo esté bien cerrado. «Esto ha sido un desastres, pero no queda de otra, tratar de sonreír y seguir para adelante, hay mucha gente que lo está pasando mucho peor», esgrimió este hombre, que lleva cinco años viviendo en esta bonita zona del municipio de Los Llanos de Aridane. Durante semanas, aseguró, «hubo momentos en que todo en el interior de la casa se movía por el rugir del volcán», pero en las últimas jornadas ha estado algo más tranquilo, lo que le ha permitido limpiar mejor los recovecos de la casa para que el polvo volcánico no se acumulara. «Decidimos marcharnos en un primer momento sobre todo por los pequeños, por los gases que había y que hacía el aire irrespirable e insalubre», explicó Peter mientras revisaba los filtros de su pequeña piscina. Ahora, solo espera que todo pase para poder recuperar algo de la normalidad que han perdido, y poder seguir construyendo ese apartamento anexo a su casa que el volcán dejó a medias.

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