Se llamaba Dolores Mederos López, pero todos los vecinos de Sardina de Gáldar la conocían cariñosamente como Lolita. El pasado 2 de octubre su corazón, siempre tan lleno de vitalidad, dejó de latir justo cuando empezaba a despuntar el alba. Con ella se marchó una parte importante de mi niñez. Lolita fue para mí más que una vecina, ella fue mi segunda madre. No en vano, me cuidó desde muy pequeña mientras mi madre trabajaba en los tomateros. Me crie como una más junto a sus hijos Carlos, Lolina, Regina y Manolo. Aún recuerdo cuando me sentabas en tu regazo para peinarme con esmero. Te encantaba hacerme largas trenzas. Ya de mayor, si las cosas no me marchaban bien, siempre lograbas con tus ocurrencias arrancarme más de una carcajada.

Lolita era una mujer de armas tomar y, si no, que se lo pregunten a su esposo, Carlos Bolaños, a quien traía de cabeza con sus instrucciones diarias. Estoy segura que a él no le importará que descubra que en casa era ella quien llevaba los pantalones. Él sabe mejor que nadie que tenía a su lado a una gran mujer que fue genio y figura hasta los últimos días de su vida.

Nadie podía resistirse al ingenio, la gracia y la alegría de Lolita. Sencillamente, era única. Disponía de un diccionario propio, para aquellas palabras un tanto complicadas. Me vienen a la memoria muchas anécdotas sobre los buenos momentos de los que me hizo disfrutar con su presencia, pero no voy a contar ninguna porque ella era muy discreta y no sé si estaría conforme con que las hiciera públicas. Lo cierto es que cuando soltaba alguna de sus barbaridades y yo empezaba a reírme siempre repetía con un particular tono genioso: "¡Ah, hija del diablo!, ¿conque te estás riendo de mí?" Pero, acto seguido ella era misma la que se sumaba a la sesión de risas.

Optimista como nadie, sabía sacar partido a sus propios contratiempos. Nunca antes me había tropezado con alguien que pudiera, incluso, sacarle gracia a algunos de los detalles de sus duras sesiones de radioterapia, pero ella sí era capaz. Precisamente, ese buen ánimo la hizo enfrentarse con éxito varias veces a la enfermedad. Lolita tenía otro secreto: sabía mimarse como nadie. Estaba muy pendiente de añadir los mejores productos a su alimentación. Su frutita y jamón a media tarde para "que no se me baje la azúcar". "Mira, me estoy tomando unas ampollas de jalea real que me trajo mi yerno Mingo de la farmacia", me comentó en más de una ocasión.

A Lolita se le llenaba la boca cuando hablaba de su familia. Siempre estaba pendiente de todos, fue una madre y esposa totalmente. Murió rodeada de su esposo, de sus cuatro hijos, de sus nueras y de todos sus nietos, quienes se desvivieron en su lecho prestándole todas las atenciones posibles. Se marchó deprisa y sosegada, en un sueño. Cumplió su palabra, porque como ella comentaba siempre: "Yo no quiero darle la lata a nadie".

Lolita, sólo quería dedicarte con estas líneas un pequeño homenaje. De ti aprendí muchas cosas buenas. Sé que no te gustaba verme llorar, por eso ya voy a parar. Te recordaré haciendo tus colchas de ganchillo, auténticas obras de arte, en la esquina de tu casa y con un buen número de vecinos rodeándote. Todos disfrutando de tus amenos cuentos de juventud. Hasta siempre, mi querida Lolita.