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Adiós a Jesús Estévez, sacerdote grancanario en Venezuela

Falleció este lunes en la localidad venezolana de Maracay a los 66 años de edad tras una vida entregado a los más necesitados

Adiós a Jesús Estévez, sacerdote grancanario en Venezuela

El religioso grancanario Jesús Estévez falleció este lunes en la localidad venezolana de Maracay a los 66 años de edad tras una vida entregado a los más necesitados. Nacido y criado en el seno de una humilde familia del popular barrio capitalino de San Juan, demostró desde pequeño una vocación de ayuda a los demás que con el paso de los años acabaría materializándose en su ordenación religiosa y que culminó con décadas de trabajo incesante en Venezuela, donde fue fundador de las primeras casas familiares de los Franciscanos de la Cruz Blanca en el país. El velatorio del conocido por muchos como Hermano Suso congregó ayer a decenas de personas que aguardaban su turno para darle un último adiós a puertas de la iglesia matriz de la localidad de La Victoria.

“Desde pequeño, en casa siempre había gente”, recordaba ayer su hermana Titita sobre aquel niño que colaboraba con la parroquia del barrio. El que llegaba pidiendo ayuda la recibía, ya fuera con comida o con unos vales de Cáritas que el joven Jesús se encargaba de entregar a quienes llamaban a aquella puerta.

La entrega a los demás y la fe religiosa le llevaron hasta el seminario, aunque se encontró con dificultades inesperadas. Jesús tenía un ojo de cristal, lo que, según relataban ayer sus familiares le impidió dedicarse al sacerdocio. Aunque parecía destinado a un convento, su vocación estaba en otro lugar. “Él tenía que ayudar a los pobres”, en palabras de Titita.

El religioso encontró la respuesta en Tenoya. A mediados de la década de 1970 se sumó a los Hermanos Franciscanos de Cruz Blanca e hizo suyos los votos de asistencia a los enfermos incurables y a los más necesitados que caracterizan a esta congregación.

De Las Palmas de Gran Canaria viajó a Madrid y Zaragoza, aunque pronto acabaría cruzando el charco hasta Venezuela, el mismo lugar al que tantos canarios habían emigrado y donde su vocación acabó por cristalizar. “Yo he llegado con una mano delante y otra detrás; mi techo es el cielo y la cama, la tierra”, fueron algunas de las primeras palabras que envió a su familia y que ayer recitaba de memoria su otra hermana, María del Carmen.

Comenzó entonces un trabajo incansable para crear la primera casa familiar de la Cruz Blanca en La Victoria, una ciudad del estado de Aragua en la que todos le conocían como Hermano Suso o Padre Suso y donde llegó a convertirse en una figura emblemática. De hecho, el lamento por su fallecimiento unió ayer a personas de todo el espectro político, a pesar de la polarización del país.

A la casa hogar de La Victoria, en la que primero se dedicó a la tercera edad y después a los más jóvenes, siguieron otras fundadas por Estévez, como la de Valencia, en el estado de Carabobo, hasta llegar a cinco en todo el territorio venezolano. “Él sabía dónde podía conseguir, pan, leche o azúcar”, contaba ayer con admiración su prima Bernarda Montero.

Estévez llegó a ser designado superior de la orden en toda Venezuela. Su labor de ayuda a los excluidos a veces le generaba algún que otro susto, pero asumía cada complicación como un elemento más del camino que no le impedía seguir adelante. “Le robaban y volvía a salir con el carro”, en palabras de su prima.

Aún entregado a los más necesitados, Estévez pudo en los últimos años cerrar aquel círculo que había comenzado en el Seminario y se refugió en el sacerdocio. “Comenzó una cosa que no pudo, pero terminó en lo que quiso”, añadía ayer María del Carmen. Esa etapa tuvo lugar en la iglesia de La Victoria, la misma ciudad donde más de 30 años antes había comenzado su labor en Venezuela. En esta ciudad, además de la casa hogar, fundó otras instituciones, como el Hogar del Pino o un albergue para niños y jóvenes en riesgo de exclusión, según destacaba ayer el diario local El Clarín.

La vocación del Hermano Suso le mantenía alejado de Canarias, pero aunque pudieran pasar años, regresaba cuando podía para reencontrarse con los suyos por unos días. Una de sus hermanas recordaba ayer cómo su humildad le impedía aceptar regalos tan sencillos como unos zapatos. “¿Cómo voy a volver yo con esto?”, le decía.

A pesar de la distancia, la familia nunca perdió el vínculo. Primero con lejanas llamadas telefónicas internacionales hasta llegar a los últimos tiempos tecnológicos en los que no resultaban extrañas las videollamadas. El religioso lamentaba no haber podido estar en la Isla cuando falleció su madre el año pasado, y ese mismo duelo en la distancia era el que sentían ayer los suyos.

Aun así, tanto ellos como las miles de personas a las que ayudó y acompañó guardan ya para siempre el recuerdo de una persona que encarnaba la solidaridad y la entrega sin condiciones. Aunque el Hermano Suso haya fallecido, su obra perdurará.

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