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Cuando el cuerpo despierte

El poema es cómplice de la naturaleza olvidada en el sujeto

Lejanía de sí mismo y del mundo: alienación. Casi se diría que, en todos los frentes, la fuerza alienante es la velocidad. En el trabajo, los afectos, el consumo. Abortar el tiempo necesario para metabolizar la experiencia termina por volvernos extraños ante el espejo. Sin embargo, y al contrario de lo que suele creerse, resistir no consiste simplemente en cambiar de la quinta a la primera marcha, tomarse las cosas con calma, irse de vacaciones. Falsas variantes que únicamente reponen fuerzas para cabecear de nuevo en el torbellino. La alternativa, enseñaba Bruno Bettelheim, tiene que ver con el recuerdo del propio cuerpo, su despertar en la conciencia. Despertar significa aquí escuchar de nuevo el mundo y eso solo sucede en la medida en que vuelven a comparecer la carne y los huesos. ¿Dónde? En las palabras.

En el paso laborioso y lento hacia el lenguaje se inscriben los libros del poeta Miguel Pérez Alvarado, particularmente sus dos recientes poemarios: Ala y sal, publicado por El sastre de Apollinaire, y Abra, última entrega de la colección El Faro de La Puntilla, dirigida por Eugenio Padorno en Mercurio Editorial. Según la nota final de Ala y sal, el libro se organiza en torno a cinco "espirales": tiempo, paisaje, palabra, amor y mirada. Creo que el centro de cada espiral no está vacío, sino habitado por el "levantamiento" del cuerpo, recuerdo que empieza ya en el movimiento a la vez íntimo y mundano del respirar: "Exhalas aquel aire/ y en paisaje amasado/ anuncian los cánticos/ el lugar, ahora, del reencuentro".

El despertar somático es la primera parada fuera de la alienación, a menudo vinculada a la contemplación del paisaje previamente explorado: "El tiempo derramado en el aire/ hasta hacerlo respirable;/ a los pies del olvido un nuevo tacto/ repta y ancho coagula el deshielo de los días". El nuevo tacto es emblema del cuerpo sorprendido. Con razón escribió el doctor Angelicus que quien agudiza su tacto perfecciona los cinco sentidos. La sangre puede correr de nuevo por las venas: "embalsa y bulle la sangre/ de este cuerpo que esta vez,/ derramado el tiempo en el aire,/ margulla todos sus rincones". Rememorar el cuerpo es levantar la vista, por fin, sentirse de nuevo en pie. Los propios huesos se vuelven bisagra entre adentro y afuera, pues siempre es simultáneo que palparse vivo implique contemplar lo que no soy yo, lo previo a mí: "Desde siempre, para tu epifanía;/ desde atrás/ las piedras y el mar y los barrancos,/ para tu ensanchamiento./ A pesar del viento en contra/ -cuchillo o cal o tapia-,/ tu cuerpo desde siempre desde atrás:/ cósmico quicio". La nueva vigilia perceptiva no es nunca únicamente clausura en sí mismo. El cuerpo es exposición, desapropiación, puesta en relación con el tacto de los otros. Saberse y tocar se entretejen sin fusión. Por eso el anclaje no puede estar sino afuera: "No estaré/ si el regreso no tiene lugar en tu cuerpo; [?] / desenlazado el espacio/ que inaugura la respiración".

Si el padecimiento psicosomático, como descubrió Alexander Mitscherlich, proviene de una culpable renuncia a la libertad, entonces traer la renuncia a la conciencia libera al menos de la parte irracional del sufrimiento. La palabra poética, cómplice de la olvidada "naturaleza en el sujeto", podría deshacer el conjuro, aunque fuese por un instante, que encadena el yo a su autodesprecio. Y, sin embargo, el despertar de la propia carne, su tránsito de objeto pulido o palanca de gimnasio a carne viva, no termina en armonía con el mundo. El último poema de Ala y sal, incluido como un polizón en la nota final, concentra en la estatua salina de Lot la recaída en el cuerpo paralizado, separado de su acceso al pasado, de la promesa ínsita en la memoria.

En las secciones "Expulso" y "Otro lenguaje", del poemario Abra, confirmamos que la memoria liberadora del cuerpo no era un motivo ideal, una figura más o menos abstracta, sino una experiencia situada. El "contemplado", como dijo Pedro Salinas, es el mar encarado en las orillas de Gran Canaria, especialmente de la playa de Las Canteras. Contemplación que se reconoce inserta en una indagación poética previa y afín, la de Alonso Quesada o Pedro Perdomo Acedo, asediada por el viaje -ida o regreso- y siempre perseguida por la pregunta del autor de Los caminos dispersos: "¿En qué lugar está la perspectiva cierta?/ ¿En el rincón atlántico/ sobre el solemne mar o en los caminos de estos hombres rápidos/ cuya es la hora tan breve/ como una diminuta mirada de paso??" No es casual que Pérez Alvarado haya dedicado un libro anterior, Tras la sístole. Viaje y escritura insular (Mercurio, 2015), a explorar el vínculo entre el impulso al viaje, pérdida de lugar, y la condición isleña. El quicio de la orilla atisba un habitar incapacitado para la posesión de la tierra. La propia pregunta, pendiente y sin respuesta definitiva, perdiendo pie en el mar, será entonces la perspectiva cierta.

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