La Provincia - Diario de Las Palmas

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Retrato(s) de un artista olvidado

Caricaturas en la muestra dedicada a Juan del Castillo Westerling. la provincia/dlp

A través de los siglos aparecen algunos personajes cuyas biografías reflejan la época en la que vivieron mejor que cualquier libro de historia. Sin lugar a dudas, uno de ellos fue Juan del Castillo Westerling, un aristócrata tan polifacético que además de botánico fue genealogista, coleccionista de arte, anticuario, restaurador, ebanista, horticultor, economista, político, filántropo y promotor cultural, pero sobre todo un artista que aunque no se dedicara profesionalmente a la pintura siempre fue muy exigente consigo mismo.

La exposición Juan del Castillo Westerling. Crítica y sátira en el Siglo XIX organizada por la Casa de Colón se centra en los retratos que realizó, pero tan interesante como éstos es el hecho de que a través de ellos podamos hacernos un retrato de su autor. Nacido en Las Palmas de Gran Canaria el uno de marzo de 1831, Juan del Castillo Westerling no heredó de su padre, Agustín del Castillo Béthencourt, el título de Conde de la Vega Grande de Guadalupe, pero sí esa honda preocupación de trabajar por el bien común de Gran Canaria que venía de la tradición ilustrada que siempre trató de que la isla estuviera a la altura de la modernidad.

Es muy probable que su primer periodo artístico date de su primera infancia, pero tan sólo se conservan pinturas suyas realizadas a partir de los doce años de edad, cuando fue enviado a Cádiz a estudiar en el Colegio de San Felipe Neri, uno de los pocos centros de enseñanza en la España de aquella época donde se impartían clases de dibujo.

Esa misma afición por el arte de dibujar le llevaría, una vez finalizados sus estudios secundarios, a matricularse en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, el centro de enseñanza artística superior más prestigioso del país, donde tuvo como profesor a su director, Federico de Madrazo, que le transmitió la estética del romanticismo más realista.

Una vez en la capital, junto a Galdós y León y Castillo, sería testigo de la convulsa historia de la España decimonónica, desde la Revolución de 1854, conocida como la Vicalvarada, hasta la Revolución Gloriosa. Toda una década y media de inestabilidad política que reafirmaría la educación monárquica en la cual, como todos los aristócratas de su tiempo, había sido educado. Pero como Galdós y León y Castillo, Juan del Castillo Westerling también tendría tiempo de integrarse en la vida social y cultural de la alta sociedad madrileña, así como en las tertulias de los cafés literarios del romanticismo, ejes fundamentales de la vida mundana de la capital.

Allí comenzó su etapa más productiva, durante la cual realizó copias al natural de maestros españoles del Museo del Prado como Velázquez ( El bobo de Coria) y Murillo ( Vieja hilando) y llevó a cabo la mayor parte de sus caricaturas, en las que comenzó a plasmar a través del dibujo satírico aquellos personajes del mundillo madrileño que más le impresionaban.

Por el contrario no se conservan obras de la década de 1860-1870 ya que debió abandonar los pinceles para, como era costumbre en los jóvenes de familias adineradas, dedicarse a realizar el grand tour que le convertiría en un gentilhombre europeo, no en vano, por su correspondencia sabemos que escribía en inglés, francés e italiano.

Es durante estos viajes que profundiza en el coleccionismo de obras de arte en el cual debió de haberse iniciado en la capital de España, ya que en Italia y Francia tendría acceso al mercado del arte con mayúsculas. Por las obras que atesoró sabemos que sentía especial atracción por el Barroco y la pintura flamenca, pero posteriormente ese afán coleccionista se ampliaría a la compra de muebles antiguos y la acumulación de los que ya poseía su familia.

La muerte de su padre en 1870 le obliga a poner fin al grand tour y volver a la isla que lo vio nacer, donde se afinca definitivamente, y es a mediados de esa década cuando comienza la segunda fase de su producción artística. Pero como todos los artistas interesados en la estética en todas sus dimensiones Juan del Castillo era mucho más que un pintor y en consecuencia no sólo fue coleccionista sino comitente de artistas internacionales. Por ejemplo, durante el grand tour, debió conocer en Roma al escultor Rinaldo Rinaldi, a quien encargó su busto y los de otros familiares.

Ese interés por el arte en todas sus facetas también le llevó a aprender las artes de la ebanistería para comenzar restaurando los muebles antiguos de su familia y acabar haciendo trabajos de marquetería como las cubiertas neomudéjares que adornan algunas de sus viviendas. Pero como muchos de sus contemporáneos no sólo coleccionó obras de arte, sino que también fue un ilustrado profundamente interesado en el estudio de las antigüedades canarias que custodió varias momias aborígenes que había encontrado su antepasado Pedro Agustín del Castillo Ruiz de Vergara e igualmente se preocupó en conservar las fuentes documentales de la historia canaria, recopilando toda suerte de pergaminos y manuscritos, algunos de gran valor.

Este amor al pasado le llevó a compilar una importante documentación sobre los linajes de aquellas familias canarias que constituían la aristocracia isleña, por lo que su amigo Francisco Fernández de Béthencourt requirió su ayuda en la redacción de los primeros tomos del Nobiliario Canario, en el que además de colaborar con documentación, ilustró los escudos de su estirpe.

De igual modo, este retrato que estamos trazando quedaría incompleto si no señalásemos su faceta política, ya que su profunda fe monárquica le llevó a apoyar la restauración borbónica. Por eso, a partir de su regreso a Gran Canaria desempeñó un papel fundamental en la organización y articulación de la causa monárquica en el archipiélago, de modo que al igual que su padre y otros miembros de la nueva burguesía, perteneció al Partido Moderado, del que se convertiría en líder en Gran Canaria, y en función de ese papel ostentó brevemente cargos en la administración, ya que en 1875 fue subgobernador durante tres meses y posteriormente recibiría una oferta de la Diputación Provincial para presentarse a cubrir la vacante de diputado por el distrito de San Mateo.

Simultáneamente, como administrador de las fincas de la familia, intensificó el cultivo de la cochinilla que su padre había implantado debido a su gran rentabilidad, dedicándose a su producción y exportación y obteniendo premios y honores internacionales, como el concedido a las muestras que envió a la Exposición Universal de Viena de 1873.

Sin lugar a dudas, este éxito comercial alimentó su pasión por la horticultura, ya que en esa década construyó un invernadero en su casa de Vegueta, cuyo principal cultivo fueron las orquídeas, lo que le permitió mantener contactos con los más notables botánicos de la época, como Jean Jules Linden. Por entonces, ya era considerado un prestigioso horticultor a nivel europeo y por ello recibió una invitación del consejo de administración de la Sociedad Real de Flora de Bélgica para ser miembro del Jurado de la Exposición Internacional de Horticultura que se celebró en Bruselas en 1876, invitación que declinó cortésmente en una carta a su presidente, el conde de Ribancourt, que se expone en la muestra junto a parte de su correspondencia con otros personajes de la botánica o del mundo de la política como Cánovas del Castillo.

Lamentablemente, la mayor parte de estas actividades fueron relegadas al olvido, porque tras su muerte el veintiséis de febrero de 1900, Juan del Castillo pasaría a ser recordado principalmente como político y botánico, dado que sus obras artísticas, al hallarse repartidas entre sus descendientes, no trascendieron al público, y asimismo sus caricaturas ?que nunca fueron publicadas por estar dedicadas a su recreación personal? quedaron archivadas hasta ser redescubiertas hace apenas tres años, por lo que esta muestra supone la oportunidad de poder admirar las creaciones de un artista que aunque no haya sido considerado un pintor al no tener que vivir del pincel, siempre demostró un alto nivel de exigencia.

La exposición demuestra que su obra pictórica se centra especialmente en el retrato, pero dentro de ese campo, lo que realmente inspira esta exhibición son sus caricaturas, pequeños retratos humorísticos, pero en muchas ocasiones retratos en toda regla, en los que demuestra estar dotado de una brillante capacidad de observación y crítica. Estos dibujos satíricos, ejecutados entre los veintidós y los veintiséis años con acuarelas nos permiten contemplar el mundillo madrileño de mediados del diecinueve con un realismo que no puede evitar recordarnos a la obra de Galdós. Sus protagonistas son personajes arquetípicos de la sociedad madrileña tardo isabelina: retrógrados que siguen manteniendo ideologías caducas, un aristócrata que es retratado como una tola como metáfora de esa obsesión por defender el honor a toda costa que transformaba a las personas de la época en duelistas a perpetuidad, otros son políticos devenidos en manipuladores profesionales representados como titiriteros y el resto jóvenes dandis, señoritos ociosos y bohemios perezosos a los que únicamente complace seguir las modas en el peinado y el vestir o incluso un miembro de la orden de Calatrava que no puede llevar de manera más ostentosa el emblema de su condición, así como cupletistas y tenores. Pero aunque el blanco de su ironía sean personajes mayoritariamente masculinos, el bello sexo tampoco sale muy bien parado en estas caricaturas, porque entre las damas de la alta sociedad ?ya sean jovencitas casaderas, carabinas y damas de paseo? no elige precisamente a las más agraciadas.

La elección de sus caricaturas como núcleo de esta exposición se debe a que es en este género crítico donde la inteligencia gráfica de Juan del Castillo se expresa con toda libertad y absoluta franqueza con lo que la certeza de su crítica raya en algunos casos la crueldad. Es a través de esta serie de estampas, a veces mordaces y penetrantes y otras cómicas y benévolas, donde comprobamos su extraordinario detallismo y su capacidad para sintetizar los principales rasgos de la personalidad del retratado. Pero sobre todo, estas caricaturas evidencian que su autor rebasó los límites del romanticismo, porque al ser un fino observador de la realidad española su estilo se sitúa dentro del realismo crítico y satírico, en contraposición con la imagen idealizada del retrato romántico.

Por el contrario, sus retratos y copias muestran a un artista plenamente romántico que a pesar de ello pinta con formas y perfiles más naturalistas. Dotados de un colorido brillante sobre una composición basada en el dibujo riguroso, estas obras recogen la suma de todos los influjos que recibió, conformando un estilo muy personal caracterizado por un dibujo esmerado de armonías curvas y fluidas y una paleta brillante y equilibrada sobre la que aparecen veladuras y tonos sutiles.

Es evidente que Juan del Castillo sólo se atrevió a retratar a su familia cuando poseyó las suficientes habilidades pictóricas y estuvo seguro de dominar la técnica. A partir de entonces retrató a su hermano mayor, Agustín, a su hermana predilecta, Pilar, a su madre, Ana Westerling y Massieu y a su padre, el cuarto Conde de la Vega Grande.

Estos retratos son ejemplos clásicos de ese purismo madrileño que asimiló durante su estancia en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, sobresaliendo en ellos la nitidez compositiva, la finura del dibujo ?tanto en la concepción de las fisonomías como del detalle? y una percepción psicológica que entraña un conocimiento profundo de la personalidad humana.

El retrato de su hermano Agustín se alza como un icono del romanticismo tardío canario, mientras los de sus padres, muy posteriores, transmiten los valores estéticos y sociales del siglo diecinueve e incluso recuerdan al romanticismo de la escuela sevillana que tuvo como exponente a Valeriano Domínguez Bécquer. Pero lo más sorprendentes es que ambos fueron realizados en 1890, cuando sus progenitores habían fallecido, de modo que fueron pintados basándose en su memoria, que ya era la de un sexagenario, por lo que han sido calificados como "retrorretratos".

Por el contrario su copia de la Vieja hilando de Murillo fue realizada en 1849, cuando contaba con apenas dieciocho años, lo cual disculpa que esté ejecutada de una manera tan torpe.

En cuanto al resto de su familia, en la sección femenina de la exposición aparece una joven novicia en la que algunos han querido identificar a su hermana, quien recientemente había tomado el hábito de una orden religiosa. Del mismo modo no se ha podido identificar a los políticos caricaturizados, como el personaje altanero que mira de soslayo, amenazadoramente, mientras fuma un puro u otro representado como un marionetista ni al títere que mueve a su antojo, imágenes que siguen abiertas a la interpretación. Pero por el contrario si se sabe quiénes son los amigos a los que retrató, como Narciso de Heredia y Heredia de Cerviño, marqués de Heredia, apasionado de la esgrima al que pinta utilizando un bastón como un florete y rodeado de los atributos de un romántico ?calavera incluida? o Gonzalo de Saavedra y Cueto, hijo del duque de Rivas, al que pinta como un dandi muy afectado, tocado con sobrero de copa inglés.

La exposición también cuenta con una sección dedicada al teatro que incluye un programa del Majesty's Theatre de una de las visitas que Juan del Castillo realizó a Londres. En este apartado vemos a un personaje que probablemente pertenezca a la ópera Rigoletto y a una mujer que guarda cierto parecido con la soprano francesa Delphine Ugalde, pero lo más sorprendente es un hombre muy varonil vestido de bailarina.

En este último aspecto también sobresale el dibujo de un profesor de inglés ataviado como un mandarín y realizado en 1853, lo cual puede suponer una referencia a las consecuencias que el final de la Primera Guerra del Opio, concluida once años antes, tuvo para los súbditos británicos que vivían fuera del Reino Unido.

En resumen, Juan del Castillo Westerling. Crítica y sátira en el Siglo XIX presenta una serie de retratos que a su vez componen un retrato de su autor, mostrándonoslo como lo que realmente fue: un pintor romántico vinculado con la realidad en su voluntad de captar lo cotidiano, un espíritu libre más allá de las ataduras de las modas decimonónicas y sobre todo otro canario que retrató la sociedad de su época como lo hicieron Cristóbal del Hoyo-Solórzano y Sotomayor, en su ácida y lúcida Carta de la corte de Madrid o Galdós a través de su obra literaria.

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