La crisis ha despejado cualquier duda, y minado reticencias, sobre la necesidad de potenciar la industria turística en Canarias. Ha evidenciado que es una actividad vital para generar crecimiento y empleo en el futuro. Ya mostró su fortaleza al registrar en 2011, pese a la difícil coyuntura económica, cifras históricas de llegada de turistas y ocupación. También el pasado año fue turísticamente bueno para las Islas, aunque a nadie escapa que han sido factores coyunturales los que han sacado al sector de una década de estancamiento. Porque lo cierto es que el turismo canario entró en el nuevo milenio con una pérdida importante de músculo y escasa capacidad de adaptación ante los rápidos cambios que el dinamismo del mercado internacional confería al negocio turístico, con la proliferación de nuevos destinos competidores.

Los excesos e inercias de la época expansiva de los noventa trataron de atajarse, a partir de 2001, con la llegada de las moratorias, que supusieron un control del consumo desmesurado del territorio a la vez que un frenazo en seco a la inversión. Iniciando una etapa en la que apenas se rehabilita: los alojamientos, sobre todo extrahoteleros, se van quedan obsoletos; y gran parte de las infraestructuras se quedan también desfasadas. Se invierte a cuenta gotas en productos de alta calidad, mientras la maraña burocrática sigue creciendo en un galimatías de planes municipales, insulares y territoriales en el que cada vez resulta más difícil, incluso para los propios especialistas, encontrar el hilo de Ariadna con que salir del laberinto.

El resultado es que, en 2010, Canarias tiene el mismo volumen de negocio turístico y de visitantes que a principios del siglo; se pierde rentabilidad; y el empleo es absorbido en un 40-60% por mano de obra foránea mientras el paro canario no deja de crecer.

La industria turística hereda además otro déficit: una planta alojativa que no se ha adaptado a los nuevos productos que demanda el mercado, a excepción de una parte del sur de Tenerife, donde las cadenas nacionales han invertido en hoteles de cuatro y cinco estrellas. De tal forma que, a día de hoy, el 45% de las 430.000 camas legales que hay en Canarias son apartamentos -un producto menos demandado en la actualidad y con un índice de ocupación menor que las camas hoteleras-. El 19% son hoteles de categoría igual o inferior a tres estrellas, y el restante 36% de cuatro o cinco. En resumen, una planta poco competitiva para las exigencias de los nuevos turistas, y con unas 100.000 plazas obsoletas.

Aunque el análisis varía de una isla a otra, de tal forma que Tenerife y Gran Canaria tienen aproximadamente el mismo número de camas, 140.000 y 136.000 respectivamente, pero una significativa diferencia: en Tenerife hay 88.217 plazas hoteleras -63.469 plazas de cuatro y cinco estrellas- frente a 52.647 apartamentos, y en Gran Canaria ocurre a la inversa: prima el apartamento (74.083) frente al hotel (62.641, de los que sólo 34.223 camas son de máxima categoría). Con las mismas plazas, pero distinto tipo de alojamientos y categoría, Tenerife recibe un millón de turistas más.

Estas diferencias son algunas de las consideraciones que cada isla quiere hacer valer en la futura ley de turismo que está en trámite en el Parlamento de Canarias, y que previsiblemente entrará en vigor en mayo. Y que es producto de la reacción del Gobierno ante la descrita situación de estancamiento del sector turístico y de la presión del empresariado por el bloqueo de las inversiones. Y aunque los problemas que lastran al sector son muchos y de calado, el Ejecutivo que preside Paulino Rivero ha priorizado dos cuestiones básicas a resolver: la cualificación del sector y encontrar un atajo para simplificar la burocracia.

¿El fin de la burocracia?

Tras un detallado análisis de la situación, el Gobierno concluye que apostar por la rehabilitación de una zona, incluidas sus instalaciones privadas y las infraestructuras públicas, implicaba tocar el planeamiento. Es decir, una modificación puntual o una revisión parcial del plan general, que tardaría como mínimo entre uno y tres años. Ante ello, optó ya en la actual Ley de Medidas Urgentes de 2009 por establecer un sistema simplificado, de tramitación única y aprobación por el propio Gobierno: los famosos Planes de Mejora y Modernización, que han resultado ser la herramienta idónea para impulsar un proyecto inversor haya o no plan general -solo 30 de los 87 municipios lo han adaptado- y esté como esté el desarrollo del plan insular y la madeja de planes territoriales a los que remite: Gran Canaria los ha reducido de 70 a 40 y Tenerife sigue teniendo unos 80.

El éxito de los planes de modernización -tras el primero de Puerto del Carmen le han seguido los de Teguise, Puerto de la Cruz, Corralejo, Morro Jable, Mogán, San Bartolomé de Tirajana...- ha llevado al Gobierno a proponer que la excepción se convierta en norma, dotándolos además de más potestad en la futura ley turística. Y con la esperanza de que esta vía sea el principio del fin del grave problema burocrático que tiene Canarias, al menos en lo que respecta a las inversiones turísticas.

Pero desplazar al resto de planeamientos implica una pérdida de poder para ayuntamientos y cabildos que, si bien en el primer caso han cedido en gran medida por los beneficios que conlleva para su municipio desbloquear inversiones, las corporaciones insulares han anunciado que pelearán por no perder competencias enmendando la ley. Pero este es sólo un primer paso. En la siguiente ley de ordenación del territorio, el Gobierno contempla otro paquete de medidas encaminadas a poner coto a los desmanes de los planeamientos municipal e insular. En el primer caso, reduciendo a una sola fase y a un proceso de tracto sucesivo la aprobación de los planes generales, incluida la pérdida de poder de los secretarios municipales. Y en el segundo, estableciendo qué debe ir o no en el plan insular, limitando la remisión a planes territoriales salvo supuestos especiales y requiriendo que sean elaborados por equipos interdisciplinarios -abogados, ingenieros, arquitectos, biólogos...- previamente acreditados.

Por si fuera poco, el Gobierno creará una oficina jurídica que tendrá como objetivo crear un cuerpo doctrinal unificado en la interpretación de las normas, que es donde, en su opinión, se halla el verdadero problema del planeamiento.

En un año, aproximadamente, la actividad turística se regulará en Canarias con esta nueva ley del suelo y la de renovación turística que está en trámite. Y que también introduce significativas novedades: desde la obligación legal de renovar, con todo un mecanismo coercitivo para hacerla cumplir, hasta la creación de la figura del rehabilitador, con capacidad para presentar una OPA frente a quienes desatiendan su explotación turística. El sistema de control sitúa la carga de la prueba en el propio titular del negocio turístico, de tal forma que tendrán que pasar una especie de ITV de forma periódica para acreditar que su producto es apto para circular en el mercado. Son, sin duda, iniciativas de alcance, cuya eficacia se verá una vez entren en vigor ambas normas. Y aún sí, son sólo medidas parciales para garantizar la competitividad de un sector clave para la economía canaria, que precisa de una planificación estratégica e integral de mayor alcance, consensuada con el sector privado y que abarque los problemas de formación y empleo; promueva una gestión más eficiente de la empresa turística; unifique también criterios entorno a la promoción, y la potencie no sólo en los mercados tradicionales y emergentes, sino también en aquellos a los que no ha sido capaz de llegar hasta ahora. Que resuelva su mayor condicionante: la conectividad y los problemas que arrastra su logística (aeropuertos, puertos y turoperación), e impulse la red de pequeños emprendedores prestadores de servicios de restauración, ocio, deportes, cultura, que se genera en torno a esta industria. Y que sea capaz de integrar territorial, económica y socialmente la actividad turística en el conjunto de la sociedad canaria.