U n día pasé por delante del vagón del tren y no le hice ni caso; por la tarde, otro tanto de lo mismo. Hasta me paré delante de su morro a ver si imaginaba su velocidad futurista, Marinetti, el viento, el paisaje cortante, la carrera del artilugio al lado del cuentakilómetros de un coche que avanza por la autovía... Tampoco me emocione cuando vi que ponían una escalera para penetrar en su diseño, y vivir de manera más palpitante la sensación del caballo de hierro (aquí de plástico) que consume distancias. Sólo me llamó la atención a la mañana siguiente: los responsables de la escenografía encargada de "hacer soñar" habían cubierto la máquina con unos toldos, los mismos que se utilizan para celebrar una boda en un jardín chamuscado por el sol primaveral. Unas casetas de aspecto moruno, un modelo ideal para ver en su interior a un alcalde o presidente de algo leer un discurso ante el cuerpo consular, mientras al resto le chorrean las gotas de sudor. El Orient Maspalomas, envuelto en tales jaimas, me reincorporó a mi bagaje fílmico de tantas y tantas películas donde los colonos no tienen más remedio que seguir, a la fuerza, a la compañía que construye el tren por las montañas del lejano oeste. La mente, dice el budismo, es un jodido mono loco, por lo que no me atrevo a explicar dónde está la raíz de la excitación que me provocó la mezcla entre diseño industrial y consumo basado en un cenador para las noches cálidas en el jardincito del pareado de urbanización. Bueno, pensé: la compañía nos trata igual que a unos del desfiladero, donde la carreta perdió sus ruedas y donde un tipo barbudo trató de vender un jarabe que cura cualquier mal de espíritu.

En 1974, aún con el hierro, mi padre paraba el coche y nos enseñaba las vigas en forma de 'Y' que estaban en la Avenida Marítima. El ingeniero Goicochea, genio de los Talgos, había colocado allí, en periodo de prueba, otro artilugio para llegar a Maspalomas. Se llamaba Tren Vertebrado y su huella corporativa era el esqueleto de un gran mamífero, lo que le daba al asunto un halo de misterio tecnológico. El mecanismo desapareció por infusión franquista y sólo quedaron, como testigos mudos de su fracaso, las vigas de hormigón. El vagón estuvo menos tiempo, el suficiente para que nos dedicásemos a divagar si dentro de él había o no un maquinista fantasma. En la Red hay una película Super 8 con la filmación de la prueba, porque el Tren Vertebrado anduvo hasta donde se acababan sus extraños railes. El filme casero, rodado por un miembro del CSIC, una joya para la archivística, muestra una ciudad oscura, seguramente que muy desorientada, a la que llega un invento en un momento muy critico de la vida política de España. Su presencia se incorporó a la tesis de la tramoya de un país que progresa aunque fuese en dictadura, mientras que otros, en la represión, pensaron que Franco, aun con sus trombos y otras porquerías de la salud, abría un nuevo frasco para hipnotizar, igual que con la tele en blanco y negro, con la nevera, los toros, el Seiscientos, la Vespa, Eurovisión...

En un salto al vacío en el trampolín de la actualidad urbana, la decisión política nos coloca otro vagón en el parque San Telmo; un vagón que representa el cuchillo afilado que torpedea el aire, que devora los sedimentos del subsuelo, que no hace ruido y que si pasa a tu lado te convierte en un trompo por su fuerza vital. ¿A qué velocidad va? ¿Es el tiempo en que tardo en comer un corneto? ¿Se me secará el bañador del baño en El Faro? ¿Me dará tiempo de pisar Maspalomas antes de entrar al trabajo? Ahora empiezo a encontrar la razón: los toldos, las jaimas, me lo han envuelto a la manera del niño que descubría el hielo en Macondo. Futurista, pero en la feria de las innovaciones, con la piel que lleva al vaquero (aquí "¡ñooo!") a quitarse su sombrero y a rascarse la cabeza. El otro tren llegó en el túnel del tiempo de la agonía franquista, y el de ahora aparece en los días donde hay mucha gente acojonada por los desahucios, las facturas y los despidos. Metidos en el rascacielos de la austeridad, en los sótanos del cambulloneo para sobrevivir, nos ponen delante semejante Apocalipsis de la modernidad, del sacacorchos que empieza a perforar euros y nunca acaba. Uno nunca sabe: ¡a ver si nos dejan el terruño completamente magreado, más de lo que está, y nos ponen el Sur más allá del deterioro! ¡A ver si entre coches y trenes, y sin apostar por uno, vamos a tener que ir a la playa por una carretera de ciencia ficción: en el pensamiento! ¡A ver si después se les antoja un anillo insular ferroviario, y nos lo meten hasta donde el doctor Chil recogió las momias! En serio, estoy realmente asustado, pues algún ingeniero, no sé si vendedor de jarabes, nos quiere tratar como una gran plataforma continental, cuyo territorio nunca alcanza el empacho de la comilona.