José Manuel González Torga acaba de ser despedido con un funeral en Madrid. Falleció a los 78 años. Nacido en León era medio canario y un tanto madrileño. Si se atiende a aquella máxima de que uno es de donde hace el bachiller, González Torga era de Las Palmas de Gran Canaria. Antiguo alumno del Colegio San Ignacio de los Jesuitas, se reunió por última vez el año pasado en noviembre con los bachilleres de 1955, como bien dejó escrito para el recuero en una página de LA PROVINCIA/DLP, en la que aparecía en la fotografía con sus compañeros en la playa de Las Canteras.

José Manuel González Torga (León 1938) era hijo del notario de Riaño Julio González y de la enfermera asturiana Julia Torga Acebal. En 1948 residían en el pequeño pueblo asturiano de Ceceda y ejercía su padre en la notaría de Infiesto. Casi diez años después de terminada la Guerra Civil, seguían por los montes algunos milicianos, maquis de la época, que por carta pidieron una cantidad de dinero al notario que debía dejar bajo una traviesa en la vía del ferrocarril. Así evitaba problemas a la familia. Aquella amenaza hizo que su padre pidiera, de inmediato, un cambio de destino y trasladó a toda su familia a Telde, en Gran Canaria. El adolescente González Torga que ya había estado en La Inmaculada de Gijón se incorporó a los jesuitas de Vegueta. Incontables amigos y compañeros forjó. Los conocía con detalle y de ello dio cuenta en su último artículo en LA PROVINCIA/DLP el 20 de noviembre de 2015.

La familia de Torga vivió en Canarias nueve años que el mismo calificó como “decisivos” y lo fueron, sin duda, ya que su madre falleció en ese tiempo por una grave enfermedad en la Clínica Santa Catalina.

Tras el bachiller jesuítico pasó a la Universidad de La Laguna y allí estudio Derecho junto a otra generación de canarios. En estas páginas desgranó también sus recuerdos del Colegio Mayor San Agustín, “Cuando La Laguna era una fiesta”, titulaba, junto a Carlos Suárez Cabrera, 'Látigo Negro'; Javier Die Lamana, o Félix Parra; Felipe Baeza o Arturo Maccanti; Diego Cambreleng, Augusto Hidalgo Champsaur o Antonio Sanjuán Hernández, entre otros.

La vocación de González Torga era el periodismo y el salto familiar a Madrid, donde su padre se trasladó como notario y él como estudiante, le facilitó el acceso a la Escuela de Periodismo, su vocación.

Empezó en el diario Hoy de Extremadura, trabajó en Nuevo Diario, en Televisión Española, en Radio Cadena, fue profesor en Lisboa y como doctor en Ciencias de la Información, con una tesis sobre los Confidenciales que vió nacer, impartió clases en las Universidad San Pablo CEU. Hasta no hace mucho fue presidente de la Asociación de Corresponsales Iberoamericanos. En su último y reciente libro “El periodismo en el laberinto” deja un clarividente estudio del porvenir de la profesión a la que dedicó su vida.

Escribió mucho y bien. Se ha ido un periodista querido y admirado entre sus colegas. Le conocí jubilado ya en Las Palmas de Gran Canaria, con un grupo de escritores de turismo que habían viajado a la Isla de mano de Mario Hernández Bueno. Torga, como le gustaba que le llamasen, venía a su casa, a una tierra en la que vivió y le marcó para siempre.

Solo puedo hablar de González Torga contertulio, sabio, entrañable. Habrá oportunidades para recordar su obra y su magisterio de vida. Guardaba en su memoria un tiempo y unas gentes que son historia. Disfrutaba con los amigos, con las tertulias, el debate político y las historias del viejo periodismo. Siempre optimista, fue profesor y periodista cabal.

Casado con la doctora Purificación Porro y padre de nueve hijos era, sin duda, un hombre de bien. Me ha emocionado leer a Elsa González, presidenta de la Federación de Asociaciones de la Prensa de España (FAPE), definir a Torga como “riguroso y al servicio de la verdad”. Estaba en posesión de la Cruz de Oficial de las Órdenes del Mérito Civil y del Mérito Agrícola. Era Académico de número de la Belgo-Española de Historia y de la de Genealogía, Nobleza y Armas Alfonso XIII y había sido distinguido con la Gran Cruz de Mérito de la Orden Militar y Hospitalaria de San Lázaro en Jerusalén. En su esquela también descubrí su apodo de “Aristarco”, nombre del astrónomo y matemático que propuso primero que el sol es el centro del universo, una mente privilegiada. Así era González Torga, una mente que se adelantaba con la lectura, el estudio y el trabajo. Y algo poco frecuente en un gremio en el que impera la envidia, Torga era generoso y humilde, como los grandes.