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Conchita, la maestra de La Isleta

Concepción Araña ha dedicado 52 años a la docencia, con 13 años ya impartía clases a niños pobres en La Puntilla, más tarde montó una escuela en su casa con 200 alumnos sin recursos

Conchita Araña en la puerta del asilo. ANDRÉS CRUZ

Tiene 84 años de los que más de 50 los ha dedicado a la docencia. Sí, 52. Se llama Conchita Araña y es la menor de 13 hermanos. Se la conoce como "la maestra de la Isleta". Desde 1998 es jubilada pero está como una flor. El lector se preguntará: ¿52 años dando clase?, imposible. No, en Conchita todo es posible. Verán. Cuando tenía 12 o 13 años (las fotos avalan su palabra) la chiquilla morena, lista y dispuesta, comenzó a ayudar en la escuela de la que fue otra popular maestra de La Isleta, Mercedes Espinosa Cárdenes. Con los años, ante la posibilidad de que le prohibieran dar clase sin titulación, Conchita acabó Magisterio con cerca de 30 años. Hagan números: entre ayudar a la escuela de su barrio, más los años que regentó en la casa de su hermana en la calle Alcorac y el añadido de lo que trabajó en el sistema educativo suman más de 50 años. "Eso, 52 años de maestra pero siempre legal", comenta.

Por su edad le encanta la prensa de papel; la digital, lo justo. "Es práctico, bonito, pero con eso no puedo hacer un cuadro con la entrevista que me estás haciendo, ¿me comprende?". Mucho.

Pasó que un día cuando Conchita tenía poco más de diez años aparecieron en la escuela de doña Mercedes unos religiosos de la Congregación Padres Palotinos, de origen italiano, dice ella, y al ver el desparpajo de la chiquilla se la llevaron a la Parroquia de San Pedro en La Puntilla para que diera clase "a niños pobres que no podían pagar un colegio, muy pobrecitos. Y así empezó todo".

Ella estaba contenta porque esos religiosos decidieron pagarle un sueldo. El primer mes le pagaron 60 pesetas, al siguiente 100 pesetas y el tercero, 300. Y eso en esos años -40 y 50-, teniendo en cuenta que Conchita y uno de sus hermanos eran los que mantenían la casa por enfermedad de su padre, era un dineral.

"Ese día yo llegué a casa loca de contenta y le dije a mi madre: '¡mamá, me han pagado tres sábanas!', que era como le decíamos a los billetes de 100 pesetas". Su padre estaba tan enfermo que moriría cuando ella alcanzó los 14 años. Su madre tuvo entonces que salir a trabajar de manera que la situación económica de la familia mejoró.

Conchita tiene una hermana religiosa que en aquellos años decidió poner en su casa de La Isleta una escuelita para enseñar a los niños del barrio. Unos pagaban, otros no. "Lo que podía, claro. Los que no podían, no pasaba nada". Sería bueno recordar cómo fueron aquellos años de penuria en Las Palmas de Gran Canaria y especialmente en la zona del Puerto; cómo era La Puntilla y cómo era en general La Isleta para hacerse una idea de la importancia del trabajo que realizaron. "Mi hermana tenía muchos niños en la escuela, un par de docenas o así, pero le salió un trabajo de enfermera y tuvo que dejar el colegio. Así que para no cerrarla y dejar a los niños en la calle yo me hice cargo de todo. Tendría 16 años o así". La 'escuela de Conchita' tuvo tanta demanda que llegó a tener 200 alumnos que a pesar de la corta edad de Conchita le tenían mucho respeto.

Conste que Conchita y su hermana, desbordadas, contrataron a dos o tres maestras para que les ayudaran en las clases, "todas aseguradas. Ponlo, ponlo".

Siendo una adolescente Conchita daba clases en la parroquia aunque no tenía ni estudios y tampoco problemas administrativos para hacerlo, hasta que pensó que debía prepararse para obtener la titulación que, si bien entonces no se exigía, en un futuro no se sabía.

"La casa-escuela era grande y estábamos muy cómodos. Todo lleno de chiquillos. De esa época hay una imagen que tengo grabada: verme subida en una silla para llegar a la pizarra y mirar abajo y ver la clase toda lleno de alumnos, niños como yo".

"Usted sabe que las matemáticas son atravesadas pues como a mí me gustaron siempre mis niños aprendían pronto". Conchita es maestra desde que nació. Lo argumenta así: "Yo he nacido para dar clases. Cuando tenía siete añitos ya me ponía en el portal de casa y jugaba a la escuelita con mis amiguitos".

No hace falta decir que a Conchita, una jiribilla, sus alumnos la adoran. Hoy recibe en la calle detalles de cariño que relata emocionada. "Por ejemplo, hace poco paré un taxi y cuando el coche se acercaba a la acera para recogerme vino otro y le dijo "déjamela a mí que esa señora ha sido mi maestra", relata. Y otra vez en el hospital le hicieron un escáner y cuando terminó la prueba un enfermero se puso a su lado y le cogió la mano: "Hola, Conchita. ¿No me conoces?" Resultó que había sido alumno suyo. Esos son los mejores regalos de su vida, la buena siembra.

"La verdad es que en la docencia he vivido años maravillosos, les he dado mucho cariño a mis niños pero ellos me lo han devuelto con creces. Si volviera a nacer haría exactamente lo mismo".

Los años fueron pasando y Conchita se "apuró" porque tenía miedo de que un día le exigieran una titulación y entonces comenzó a estudiar Magisterio por libre. Estudiaba en casa y se examinaba por libre. Trabajaba y estudiaba a la vez. "Fue un esfuerzo grande pero valió la pena porque ya se estaban abriendo los colegios nacionales, las cosas en Educación se formalizaban y yo no quería quedarme atrás, no quería perder el colegio, ni estaba dispuesta a que los niños fueran los perjudicados". Viendo la situación un día se fue al recién inaugurado Colegio Galicia que estaba en la Nueva Isleta: "Nada, conté mi preocupación a la directora y me aconsejó que trasladara a todos los alumnos de la escuela familiar a su centro, casi 200. Y lo que es mejor, el inspector de zona me dio la plaza como maestra en ese centro y eso fue una gran alegría. Entonces era otra forma de dar clase, más cómoda, con medios. Yo lo que no quería es que mis alumnos, que eran de La Isleta y la Puntilla, se fueran unos para acá otro para allá. Fue una gran alegría".

Cuando habla de los alumnos de hoy y los de ayer dice que sus niños, casi todos con importantes necesidades para salir adelante, eran un poco inquietos "pero nada que ver con los de hoy". Abre los ojos cuando comentamos la agresividad que sufre hoy buena parte del profesorado: "Eso no lo había visto jamás, bueno, siempre ha habido niños más traviesos que otros pero levantarle la mano a un profesor, ¡nunca! Yo no sé qué está pasando, no lo sé, pero es duro. No pensé en la vida ver noticias de un maestro agredido por alumnos, aunque ya en los últimos años de mi vida como docente, cómo daba clase a niños de 15 o 16 años, se comenzaba a ver actitudes preocupantes por parte de los que le faltaban el respeto a los maestros. Pero los míos eran buenos".

"¿Qué de quien es la culpa?", se pregunta, "de los padres y de los maestros, del niño, no. Mira, tu antes le decías a un alumno que ibas a llamar a sus padres y se quedaban así, así, como asustados. Hoy se lo dices y les importa tres pepinos". Su experiencia le autoriza para asegurar que la clave está "en estar unidos maestros, alumnos y familia. Y si eso no es así, las cosas no salen bien".

Dice la maestra de La Isleta que "si quieres que el niño te respete tienes que respetarlo y dar ejemplo. Si a un niño le ordenas algo sin una base sólida tarde o temprano te quitará la razón".

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