Alquilé el 3 de septiembre la película La milla verde. Uno de sus protagonistas principales es Michael Clarke Duncan, quien interpreta el papel de un preso en el corredor de la muerte de una cárcel en Estados Unidos. Se llama John Coffey. Acusado en sentencia firme de violar y asesinar a dos niñas, se revela no solo que es inocente, sino un hombre bueno. El jefe del pabellón de los condenados a muerte, estremecido por la condena injusta, le pregunta compungido a John qué puede hacer por él. Le propone incluso sacarlo de allí y ayudarle a escapar. John responde que sabe de su sufrimiento y preocupación, pero le explica que matándolo efectúa un acto de bondad.

Añade con lágrimas de dolor: "Tengo ganas de que acabe todo esto. De verdad. Estoy cansado, jefe. Cansado de recorrer el mundo solo como un gorrión bajo la lluvia. Cansado de no tener un amigo con quien estar, que me diga a dónde vamos, de dónde venimos y por qué. Cansado de las personas que son malas con las otras. Estoy cansado del dolor que siento y oigo en el mundo todos los días. Hay demasiado dolor. Son como trozos de cristales en mi cabeza que no me puedo quitar. ¿Puedes entenderlo?" "Sí, John, creo que sí", contesta su jefe, conteniendo su emoción.

John Coffey es ejecutado por mandato y en presencia de su jefe, el cual satisface antes la petición del preso de que no le cubran la cabeza porque siempre ha tenido miedo a la oscuridad.

La noche del 3 de septiembre, justo después de ver la película, descubro en la prensa digital que Michael Clarke Duncan ha muerto ese mismo día. Afligida leo las declaraciones del director de La milla verde: "Michael fue el más gentil de los corazones, un ejemplo de decencia, integridad y bondad. La tristeza que siento es difícil de expresar". En mi mente resuenan entonces las palabras de John Coffey Clarke Duncan poco antes de su muerte como un grito de la humanidad entera revolviéndose contra tanta vileza.