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Javier Durán

Desviaciones

Javier Durán

De esmoquin, pero ¿entienden de cine?

A nuestros políticos solo les interesa la cultura para ponerse el esmoquin y cosechar simpatías entre los extravagantes y bienaventurados productores de la misma? La noche de los Goya demuestra una vez más que la carpeta del cine amanece (que no es poco) entre trajes de diseño y más de un postureo de cara a la galería. Asediado por la piratería y por el IVA más desconsiderado, el sector debería cuidarse de que los españoles crean que es oro todo lo que reluce, y que la concentración de aspirantes a presidentes de Gobierno, de oscarizados, de un Nobel y de una monarca de las relaciones públicas como Isabel Preysler demuestra por encima de los demás la solidez a enmarcar de los que ponen sus dineros para hacer películas. En realidad, lo más sincero hubiese sido una gala de muchos harapos en vez de cortinajes y muy suelta de lengua contra los protagonistas de una legislatura cultural que ha tenido a un buen cebado entre los cebados: nuestro Wert, que no convenció al ministro Montoro de nada, y que se marchó a París para vivir y olvidar.

Entre escritores pensionistas a los que la Seguridad Social les prohíbe el bolo para completar la sopa y un fisco que persigue con saña a Sabina y otros, más el precio de rastrillo de las obras de arte, es más que probable que a la hora de formar nuevo ejecutivo nacional la honra de la creación se encuentre ya devastada, aunque sigan en agenda los saraos y Pablo Iglesias se haya comprado un esmoquin para ir a los Goya (por cierto, más protocolario el de Podemos que Sánchez, a cuello de cisne abierto). La gente del rodaje espera ansiosa que se cierre la utopía de La Moncloa, que ya se hace larga y cansina, y salga de la aulaga un ministro/a o un secretario/a de Estado dispuesto a fumar la pipa de la paz, a desmontar la racanería obtusa a las subvenciones del cine (se dan millonadas y millonadas a otros sectores productivos, pero parece que una película es otra cosa, más discutible). Por primera vez, desde hace años, el cine, la producción, cuenta con una expectativa diferente: que los que están al frente del gobierno no los miren como enemigos.

El cine, por desgracia, es una apuesta muy maldita, sometida a avatares que van del capricho de la estrella principal a un romance inesperado en pleno rodaje, situaciones que afectan de forma provisional o irreversible al meollo de la producción, hasta el punto de aplazarla o suspenderla para siempre con grandes costes financieros. Recordemos, a bote pronto, las locuras de Marilyn Monroe en El príncipe y la corista con sus desencuentros con el monstruo de la escena sir Laurence Olivier. Pero más complejo aún es determinar qué es el éxito, porque los premios no son garantía de taquilla, o muchas veces resulta que es la propia afluencia de público a la película la mejor respuesta a una cicatería no comprendida de los académicos. Pedro Almodóvar, sin ir más lejos, mantiene su particular desencuentro con los criterios de los Goya, por supuesto que debido a no ver en ocasiones satisfecha su voracidad.

O a veces el veredicto definitivo no tiene nada que ver con lo expuesto: hace poco el crítico Claudio Utrera hizo una sesión privada con un filme de culto pero realmente maldito, La puerta del cielo (1980), dirigido por Michael Cimino, que venía avalado por el éxito de El cazador. Con más de dos horas largas de duración, la película resultó un fiasco en cuanto a recaudación, y por consiguiente la ruina de la productora y la bajada al infierno de su director. Pero estos frentes de derrota sólo son la superficie. La revisita de la obra hay que recomendarla con fervor, y más en este momento del proceso electoral de los Estados Uni-dos con un energúmeno como Donald Trump y la lucha soterrada por el rifle en la trastienda. Cimino se introduce en la xenofobia que dio a lugar a la nación y ataca con dureza extrema al sueño americano, no forjado a través de la palabra y el convencimiento democrático sino desde la fuerza de la violencia en un baño de sangre. ¿Cómo les iba a gustar a los yanquis tal autocrítica? Por ello pasó sin pena ni gloria. Así es el cine, y ¡cuidado! que tanto esmoquin no nos deje ver el bosque.

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