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Crónicas galantes

Gente que se quiere desenchufar

Una mayoría del Parlamento catalán acaba de aprobar la "desconexión" con España, tirando de una metáfora eléctrica y electrizante que alude a la interrupción del suministro de fluido político entre las dos partes. Por una vez, alguien se quiere desenchufar en el país de los enchufes, aunque quizá solo se trate de cambiar de sitio la toma de corriente para los enchufados. Se conoce que quieren tenerla más a mano.

La política se convierte así en un asunto vagamente hidroeléctrico, basado en desconectar a los territorios periféricos de la central. Venían quejándose los independentistas catalanes de que su reino autónomo aporta más de lo que recibe a la red general de suministro: y en consecuencia han optado por desenchufarse unilateralmente de ella. Otra cosa es que lo consigan, claro está; pero de momento ya han cumplido con la primera norma de todo buen político, que como se sabe consiste en ofrecer un problema para cada solución.

Esta es, en realidad, una vieja tradición española. El general Franco, un suponer, no paraba de inaugurar pantanos bajo el principio de que el país necesitaba energía hidroeléctrica para alimentar su industria. Por extraño que parezca, el Caudillo se inspiraba en las teorías de Lenin, quien años atrás había definido el socialismo como la suma de electricidad más soviets. En el régimen franquista, los soviets eran los del Consejo Nacional del Movimiento y los Círculos José Antonio, del mismo modo que los planes quinquenales de la URSS se llamaron aquí Planes de Desarrollo.

Con tanta tradición a la espalda, parece lógico que también los partidarios de la independencia de Cataluña apelen a parábolas hidroeléctricas -como la de la desconexión- para aludir, un tanto elípticamente, a su deseo de constituir un Estado propio.

Efectivamente, la idea recién aprobada por el Parlamento autonómico consiste en desenchufarse de España, potencia que califican de expoliadora los actuales mandamases de la Generalitat y sus inesperados socios anticapitalistas de la CUP. Consideran los impulsores del proceso -de nombre tan kafkiano- que una vez sacada la clavija del enchufe español se abrirá para Cataluña un período de felicidad basado en la autosuficiencia, con pensiones de clase Premium, sanidad de lujo y rentas per cápita comparables a las de Centroeuropa.

Puede que sea así, aunque, todo hay que decirlo, las circunstancias mundiales conspiren en contra de tan fabuloso proyecto. Apelando a la misma razón, Alemania, Holanda y los países de la Europa más próspera en general, deberían optar por el abandono de la UE, a la que tanto contribuyen, para gozar en plenitud de su abundante riqueza nacional. Curiosamente, no muestran la menor intención de hacerlo, sino todo lo contrario.

Tal vez esas poderosas naciones estimen que en un mundo sin fronteras como el actual, los Estados empiezan a ser una reliquia del pasado que precisa de la unión con otros para hacer frente al empuje y creatividad de las grandes corporaciones.

En un planeta estrechamente interconectado que tiene su fábrica en China y sus ingenieros y creadores en Norteamérica, la idea misma de independencia -ya sea de una nación, ya de un continente- invita más bien a la sonrisa que al abordaje en serio del asunto. Pero aún queda, por lo que se ve, gente abonada al riesgo de jugar con los enchufes.

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