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Miradas

Europa y el islam

Un pensador hoy olvidado, Alfred Stern, propuso en su tiempo un nuevo concepto de filosofía, un tipo especial de indagación que surgía de los padecimientos de la existencia y a la que dio en llamar "filosofía patógena". Me he acordado de esta referencia al tener conocimiento de las recientes publicaciones, tanto del mundo académico como de la esfera política, en las que se insinúa que en Europa ha prendido una corriente de odio e intolerancia hacia el islam. Es un planteamiento que, en medida creciente, se va imponiendo entre ciertos sectores de la opinión pública, a tal punto que cualquier disentimiento de sus postulados es visto como un signo de racismo o prejuicio religioso. Sin embargo, y por grande que sea la búsqueda, nadie ha sido capaz de revisar esos principios, de someterlos al escrutinio de la razón. En síntesis, este es el supuesto agravio de los europeos con respecto a los seguidores del credo coránico: la falsa creencia de que lo islámico es sinónimo de radicalismo y negación de las libertades individuales.

Un artículo de la profesora Luz Gómez, bajo el rótulo de Musulmanes europeos, aparecido en El País, en su edición del jueves 25 de agosto, es la perfecta representación de este principio. Entre los variados argumentos de su diatriba, expone que "el problema es que falta Europa", que ésta ha hecho dejación de los fundamentos ilustrados, devenidos en pura retórica. De este modo, la libertad, la igualdad y la solidaridad serían palabras vacías. Curiosa forma de argumentar, sobre todo, a la vista de lo ocurrido, en apenas un año, en Francia, Bélgica o Alemania. El paroxismo de su discurso llega cuando hace alusión directa al radicalismo, calificado como "categoría escurridiza donde las haya". Confieso que, por un instante, sentí pena por los jóvenes responsables de los últimos atentados, señalados por los poderes institucionales por gritar antes de sus fechorías "Dios es grande" (Allahu Akbar). Pero, sólo fue eso, un repentino espejismo, el impacto de una filosofía enfermiza, de un pensamiento infestado de aquello de lo que quiere desembarazarse, del sibilino prejuicio hacia lo europeo. La identidad de un continente se forja en el respeto de las libertades, principal objetivo de los radicales religiosos. Olvidar este hecho, la implicación de lo doctrinal en el origen del terrorismo yihadista, es tolerable en cualquiera que no goce de la condición de experta en Estudios Árabes e Islámicos, como refleja la rúbrica de su inquietante escrito.

Concluye la profesora que los "musulmanes esperan de Europa pan, libertad y justicia social". Y uno desearía tener a la académica ante sí para hacerle una simple pregunta, tan elemental como oculta en el artículo de su autoría: ¿qué cree que esperan los europeos del islam? No sé cuál sería su respuesta, pero lo que no ignoro es la gran verdad de estas palabras de las Sagradas Escrituras: "No maquines ningún mal contra tu prójimo mientras él vive tranquilamente contigo" (Proverbios, 3:29). Siendo acérrimo defensor del laicismo, me postro ante la declaración ética de la sentencia bíblica, que busca cimentar la convivencia en la ausencia del conflicto, no menos que en la sinceridad de las intenciones como en la franqueza de las miradas.

Europa tiene miedo, evidentemente, pero no a lo desconocido, sino a la perversión de sus ideales y a la quiebra de unos principios. El islam ha de hacer firme su separación del radicalismo para que los europeos pierdan esos legítimos recelos, por más que a algunos les parezcan otra cosa. Acoger a los seguidores de una religión no significa que se comulgue con un credo que pone constantemente en jaque las libertades de los individuos, cuando no su propia vida. Desde luego, no falta Europa porque está más presente que nunca, pese a quien le pese.

Por desgracia, estos mensajes cunden entre aquellos que desisten del uso de la razón, entre los que legitiman una ideología por el apoyo que tienen en una red social determinada. Al margen de la pobreza de sus planteamientos, se cobijan en una supuesta supremacía moral, haciéndoles disfrutar de una visión de la realidad que aleja de sí todo lo que sea complejo o diverso. No admiten postura contraria a su línea de argumentos puesto que al ser calificados de "progresistas" parece que han recibido todas las bendiciones. Y ello les anima, como a la profesora, a insultar o humillar a los que reflejan, razonadamente, puntos de vista opuestos a sus coordenadas. Servidores del prejuicio, niegan la libertad de expresión bajo la más cruel de las acusaciones. En fin, ya lo advirtió el inolvidable Chesterton: "La doctrina pura del progreso es la mejor razón para no ser progresista".

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