En la película Muerte de un ciclista, de Juan Antonio Bardem, se expone con crudeza qué hay detrás del atropello anónimo de un ciclista. Una pareja clandestina, amantes, consuma el arrollamiento y se da a la fuga para que no se conozca la relación entre los dos. Creen que es más importante la estabilidad de sus vidas que la del hombre que ha quedado hecho un guiñapo en la cuneta. Sí, sería una causa, aunque muy puntual, y nada explicativa para la especie de veda que se ha abierto para la cacería del ciclista. Ante la proliferación de deportistas y aficionados que caen pulverizados bajo el misil de los cicloasesinos en las carreteras españolas (y algunas extranjeras), he llegado a pensar si al que embiste no le resulta placentero atacar la levedad del ciclista con un simple roce del espejo retrovisor. Un ejercicio perverso de dominación, ajeno al mero accidente, donde la víctima siente de pronto el aliento de la envergadura de un camión a su espalda, y de inmediato un empujón que la expulsa de la carretera. He llegado a pensar en psicópatas que juegan a la ruleta rusa después de cada curva: a estos sí, a estos no. Uno ya está al tanto diariamente para conocer si hay nuevas bajas, o si por fin se ha encontrado entre los expertos el nexo entre los homicidios y la vulnerabilidad que ha convertido a los ciclistas en punto de atracción. ¿Será un efecto contagio? Hay algo escalofriante entre la chica con el cuerpo inflado de alcohol y drogas, que conduce comiéndose las rayas de la carretera, y el grupo de ciclistas sanos, recién desayunados, que son arrasados y mutilados por la desgraciada que se encontraron de frente cuando pedaleaban hacia la montaña. Uno ve por un lado un vaso de agua limpia, cristalina, y por otro una cloaca a punto de reventar. Estaría bien que alguien hiciese un recuento: parece una matanza en toda regla.
