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Teatro 'Serlo o no'

A vueltas con la cuestión judía

Cuando una obra se titula Serlo o no el espectador que va al teatro deduce que la representación será un guiño a Hamlet o al menos contendrá algún toque shakespeariano. Pero cuando se levanta el telón y todo se reduce a dos hombres que se cruzan en el rellano de la escalera del edificio en el que viven, cuando se dirigen a sus trabajos o vuelven a sus hogares, el público tiene la extraña sensación de estar viendo una especie de parodia de Historia de una escalera de Antonio Buero Vallejo con la diferencia de que este drama analiza magistralmente la hipocresía de la sociedad española a través de la vecindad de una escalera y la comedia que nos concita se reduce a un cúmulo de tópicos.

El subtítulo de esta obra reza "para acabar con la cuestión judía", así que debemos preguntarnos ¿lo consigue? La respuesta es negativa, porque cuando se contrasta a un inteligente y cultivado judío secular con un descerebrado gentil que no llega a ser antisemita porque ni siquiera sabe a ciencia cierta qué son los judíos, el primero no tiene tiempo de mostrarle las sutilezas de su religión porque se ve obligado a enseñarle a pensar.

Hasta ese momento la obra tiene un punto cómico bastante interesante por la gran agilidad e ironía de sus diálogos, pero cuando la cuestión judía deja paso a la palestina la obra patina, porque los argumentos sionistas del único personaje con dos dedos de frente son ridículos. Según él, el conflicto israelí-palestino no se resuelve por culpa de los árabes, afirmación totalmente reduccionista sobre la que no voy a extenderme porque es algo que supera el alcance de esta crítica pero que debo señalar que huele a racismo.

Finalmente cuando el botarate se convierte al judaísmo ultraortodoxo y pretende ser más papista que el papa me recordó a Csanád Szegedi, miembro del partido húngaro de extrema derecha Jobbik que después de estar criticando despiadadamente a los judíos y a Israel durante años, descubrió que era de origen judío y el año pasado se trasladó al estado hebreo donde ha sustituido su retórica antijudía por una antiárabe, con lo que sigue siendo un antisemita.

En ese momento recapacité que esta obra no lucha contra los prejuicios antisemitas, sino contra la judeofobia, lo cual alabo enormemente, pero si hubiese hecho justicia a lo que sucede a los palestinos no caería en el antisemitismo, porque tan semitas son los árabes como los judíos.

Todo termina con un soliloquio del protagonista en el que recuerda emocionado el holocausto y que supone el único momento brillante en una obra intrascendente y prescindible que no aporta nada a la cuestión judía, mucho menos a la palestina y no digamos al teatro, pero que vale la pena ver justo cuando a finales de este mes se cumplen quinientos veinticinco años de la firma del injusto decreto de expulsión de los judíos por parte de los Reyes Católicos, que querían acabar con la cuestión judía en nuestro país.

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