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La hora de Zamora

El grupo de periodistas viajeros se encontró con alimentos o platonazos como el Arroz a la zamorana o el Cordero guisado con almendras

La hora de Zamora M.H.B. Y LP/DLP

El abandono del campo y sus pueblos obliga a la reconversión de la economía; y Zamora, que no es ajena al fenómeno, tiene que de participar de la tarta turística. Vemos en las teles con estupor como políticos del rojerío amenazan con una España de camareros. A menuda gentuza tenemos que pagarle el sueldo.

Como dicen los que la han atravesado, es tierra de paso hacia o desde Galicia; no son muchos los que se detienen para deleitarse con su capital patrimonial. Por ejemplo, en la capital se pueden deleitar con las veintitrés iglesias románicas, los diecinueve edificios modernistas o la singularísima muestra étnica que es su Semana Santa, declarada de interés turístico internacional.

Y es desconocida gastronómicamente. No es un tópico. Tiene grandes alimentos, como el lechazo, la ternera Aliste, cecina de vaca, de toro y de caballo; chorizos de matrícula, legumbres, entre las que destaca el garbanzo de Fuentesauco, al que ya Quevedo le dedicó loas; los mantecosos habones; harina insuperable; paraíso micológico, fabrica ricos chocolates, como Santocildes; mieles, quesos de oveja únicos (trate de conseguir uno de Vicente Pastor y prepárese para llorar de alegría)... O vinos con tres DDOO y varias VCPRD; entre las más conocidas está Toro, cuyos caldos sorprenden hasta al gurú de Robert Parker. Ahora son los sajones: bien norteamericanos bien británicos, los que deciden cuales son los mejores vinos o los mejores restoranes del mundo. "Cosas veredes, querido Sancho".

Y tampoco se conoce su cocina pública; con solo sesenta y dos mil habitantes Zamora capital ha gozado de una estrella Michelin: El Rincón de Antonio, que la perdió pero sigue siendo el templo vigesimocuarto, del buen comer. Ahora la luce El Ermitaño en Benavente, urbe más pequeña. Y los precios corren parejo con los de la vida por allí, en general: el menú no supera los 60 euros. Estrellas que siguen sin brillar en nuestra provincia: tres islas tan turísticas, tan dependientes de la excelencia, de la satisfacción del viajero.

Nuestro recorrido se circunscribiría al Parque Natural del Lago de Sanabria la Reserva Regional de la Sierra de la Culebra, los Arribes: desfiladeros de decenas y decenas de metros, labrados durante millones de años por el Duero, en cuyas paredes se esconde y anida la cigüeña negra, única en Europa, y visitar Fermoselle.

Uno de los atractivos es el Centro de Interpretación del Parque Natural del Lago de Sanabria (el único que queda en Europa de origen glaciar), en donde se exhiben muestras de la zoología, botánica, etnografía o geología de la zona. Nos interesó la sala (con una gran colección de fotografías) de Fritz Krüger, un estudioso alemán que a principios del siglo XX se pateó la zona; inventarió su riqueza antropológica y escribió un libro. Curiosamente, un texto etnográfico tan atractivo está agotado. Y nadie pudo explicarnos por qué no se reedita. Otro museo que nos endulzó parte del día fue el de la miel. Y tuvimos la oportunidad de conocer aspectos inéditos de la moribunda abeja, que si un día faltara el planeta se iría al garete. Einstein dixit.

Estábamos ansiosos por comer el Arroz a la zamorana in situ. Y en Villardiegua de la Ribera, en la Posada Real La Mula de los Arribes, nos esperaban un delicado plato de vegetales, de huerto propio, y la esposa del patrón cocinándonoslo. Es platonazo que tiene a zamoranos y valencianos a la gresca; Vázquez Montalbán escribió en Contra los gourmets: "la paella no es todo lo que el español sabe hacer con el arroz, no siquiera con el arroz de carne, porque a muchos kilómetros de Valencia, en Zamora, nos encontramos con un arroz a la zamorana que recuerda mucho otro espléndido arroz de carne a la valenciana, el arrós amb fesols i naps (con alubias y nabos), que puede ser sólo de fesols i naps, pero también ir acompañado de nobles partes del cerdo, la ternera y el pollo o la gallina". La dueña (una exprofesora) desgrasó previamente los embutidos escaldándolos en agua hirviendo; de manera que no se pierda la sabrosura y se mantenga algo de la rotundidad. Comimos con la mayor fruición tres platos, y bebimos de un tinto sorprendente, y no era de Toro, que era el Abadengo.

Y alcanzamos Fermoselle, pueblo de antigua y tradición vitivinícola hecho de granito. Está en lo alto y su subsuelo está totalmente horadado para bodegas. Tiene este paradigma de la diáspora campesina un objetivo: reconvertirse en turístico. Y tras un paseo por sus vetustas y empinadas calles alcanzamos el mirador, de vistas espectaculares, Portugal al fondo, nos alojamos en el hotel Doña Urraca, otra muestra de esa construcción de purito granito. Buen servicio y una cocina fiel a la tierra; entre los varios platos hubo otro bien contundente: cordero en salsa de almendras. Riquísimo. Volveremos, como no, a la sorprendente Zamora.

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